Apariciones
  

Fue uno de mis primeros encuentros con la nueva Argentina. Yo había vuelto al país, después de siete años, poco antes: todo me sorprendía, me hablaba de sus cambios. La Argentina, entonces, hacía todo lo posible por demostrar que ya no era aquella que yo había dejado, que había matado a tantos. La nueva Argentina era el resultado de esas muertes: por eso hacía todo por no hablar de sus vidas.

Esa tarde, sin embargo, algo de la nueva parecía asomarse a la vieja. Esa tarde, en el Aula Magna del Colegio Nacional, cien o doscientos alumnos que parecían tan chiquitos nos preguntaban cómo había sido la historia de aquellos que, para ellos, eran historia tan lejana

Era 1984: no había pasado tanto tiempo, pero para esos jóvenes argentinos aquellos jóvenes argentinos eran, si acaso, los detalles de un mito. Un mito, en general, no precisa detalles: no los exhibe, no los necesita. Éste tampoco. El mito de aquellos años estaba hecho de afirmaciones generales: ángeles o demonios sin circunstancias definidas, figuras colectivas sin una historia personal. Esos estudiantes, esa tarde, en el Aula Magna, no terminaban de creer que aquellos estudiantes habíamos sido fulanos tan parecidos a ellos que, por esos azares de la historia, vivimos en unos años en que las decisiones eran más tajantes: en que la voluntad parecía capaz de mover ciertas montañas.

Esa tarde no duró casi nada. Después vinieron largos silencios, y tardamos doce años en volver al Colegio. No fue casual.

Durante esos años, en general, nuestros compañeros muertos se quedaron sin historia propia. Los recordábamos sobre todo en algunas marchas contra sus asesinos y en los aniversarios de sus secuestros, cuando salían sus caras en el diario. Como si de ellos quedara sobre todo su muerte. Hay un poema de Louis Aragon, sobre los muertos de la Resistencia francesa:


"Ya ustedes no son más/ que una inscripción en nuestras plazas./ Ya el recuerdo de sus amores/ se va desdibujando./ Ya ustedes sólo son/ por haber muerto".


Eso significaba algo: era muy difícil discutir aquella política –era muy difícil hablar desde la sacralización de la democracia sobre una época en que la democracia era, cuando mucho, un valor instrumental– y, para no hablar de ellos como sujetos que habían tomado una opción política, era mejor transformarlos en víctimas, en objeto de la decisión de otros –unos señores malos que los habían ido a buscar a sus casas porque los malos son así y hacen esas cosas–.

En esa acción de los malos, los nuestros se convertían en desaparecidos y en nuestros relatos sin historia nosotros volvimos a desaparecerlos: les quitamos sus vidas. Hablamos de cómo fueron objeto de secuestro, tortura, asesinato y no hablamos casi de cómo eran cuando fueron sujeto, cuando eligieron para sus vidas un destino que incluía el peligro de la muerte, porque creyeron que tenían que hacerlo. Aquellas versiones de la historia eran, entre otras cosas, una forma de volver a desaparecer a los desaparecidos.

Quizá tardamos, pero terminamos por darnos cuenta de que, con esa segunda desaparición, desaparecíamos todos. Nuestras historias se perdían con las suyas, que nadie contaba. La primera desaparición, la más cruel, era inevitable; la segunda, no.
Era necesario reconstruir sus historias, contar y contarnos que todos ellos fueron, antes que víctimas, personas, y que tenían, mucho antes, mucho mejor que sus muertes, una vida.

Ahora, desde hace poco, hemos podido volver a recordar. En espacios y sectores distintos, por individuos o por grupos, de las maneras más diversas, vamos armando una historia.

También en el Colegio Nacional. A fines del 96 recordamos a aquellos estudiantes con una exposición, un acto, palabras más o menos pertinentes, abrazos y memorias. Esa noche, en claustros que ya no eran tan grandes, las fotos de Marcelo Brodsky fueron, quizás, el vínculo más claro, el más visible.


La fotografía tiene un papel privilegiado en este esfuerzo. Se supone que la fotografía no cuenta: muestra. Si una foto dice que existimos, debe ser que existimos.

La fotografía va, por la historia, contra el tiempo: la fotografía es un intento siempre vano de detener el tiempo, de postular errores en su paso. En cada foto, lo que ya no es ni será nunca se presenta como si fuera todavía: con la larga lozanía de las flores de papel pintado. Aparece, por un momento, la perplejidad de encontrarse frente a lo perdido: la emoción de ese encuentro. Después, la tristeza.



La fotografía siempre es cruel: nos pone frente a la claridad de su impotencia. Y más en este caso. Contar la historia, contarnos nuestras historias, no quiere decir revivir aquellos días. Esas caras que Brodsky reproduce, confrontadas a las caras de hoy o a sus ausencias, no sólo hablan del paso del tiempo por cada una de ellas. Allí el tiempo que pasó no es sólo individual: es una época.

Por suerte, esa impotencia es relativa. Contar, mostrar la época no quiere decir revivirla, pero, supongo, recuperarla es necesario para vivir ésta.

Ahora hay otra, tan distinta y tan igual: me gustaría pensar que esta época se hace, entre otras cosas, de esta confrontación: de la manera en que, entre esas caras, la Argentina de entonces y la nueva se enfrentan y se hablan y a veces, incluso, casi sin darse cuenta, llegan a algún acuerdo.


 

  
 

 

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