La Ironía, La Barbarie, El Sacrilegio

Cuauhtémoc Medina


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Amada modernidad, que no perdonas:

Lo que se prometía como la era de Nafta acabó en un nuevo llano en llamas. Durante los años ochenta y noventa el gobierno mexicano y sus élites invocaron, con cada vez más exaltación, la idea de que México, al fin, habría de integrarse en esa utopía descolorida que llamaban "modernidad". No obstante sus ditirambos, se trataba de un deseo convenenciero. La "modernidad" tenía un claro sentido en el terreno económico: la privatización acelerada, el desmantelamiento de la propiedad tradicional en el campo, la internacionalización del capital... esa ortodoxia que es el derecho de conquista del capitalismo triunfante.

Hipotéticamente, esa "puesta al día" habría de traer un modo de vida comparable al de Estados Unidos y Europa, lo cual incluía el espejismo de la democracia occidental y la abundancia de los MacDonald´s. Pero, como ha venido demostrando tercamente la historia de los países que supuestamente están "en vías de desarrollo", la conducción de la "liberalización económica" no puede llevarse a cabo más que a costa de los sueños de modernidad política y con un reparto cada vez más perfecto de las desigualdades. No es paradoja, sino una necesidad de la propia violencia que significa "modernizar", que el Estado mexicano, como sus compadres chinos y cubanos, tuvo que utilizar la maquinaria aparentemente nada moderna de su control ideológico, militar y político para imponer su restructuración. Que la modernización sólo podía llevarse a cabo bajo el signo del despotismo y la represión.

De ahí el colapso de 1994 y 1995: la agudización de los conflictos entre regiones y sectores económicos; la irrupción de la violencia política; el retorno puntual de la crisis financiera a fines de 1994; la rebelión indígena de Chiapas y el afán de ahogarla en sangre, aun a costa del consenso. Una vez más la llamada "modernidad" vino a mostrar su verdadera cara, y esa apariencia es el caos y el desajuste social. ¿Cómo, hay que preguntarse, es que ese caos vino a expresarse en el terreno de las artes y la cultura en México? A imagen y semejanza del torcido planteamiento que sostiene a su estado, la cultura contemporánea en México no puede ser más que escindida, vacilante, descolorida y confusa. Una mezcla grandilocuente de espejismos y saltos en el vacío, que oscila entre el resucitamiento de las momias aztecas del discurso oficial, las ilusiones cosmopolitas de los intelectuales y artistas de clases medias y los balbuceos de una posible, pero aún no realizada, cultura crítica que no alcanza a definirse con propiedad por los trucos de su enemigo, que no se concreta porque el adversario es cínico y escurridizo.

Ante la imposibilidad de fabricar una mitología a partir de los holocaustos del neoliberalismo, las élites políticas y económicas volvieron los ojos al capital ya dilapidado, pero siempre disponible, del mexicanismo. Las exhibiciones internacionales de México: esplendores de treinta siglos y Europalia, la sala de arte mexica en el British Museum, el colaboracionismo en la entronización esterilizada del culto de Frida Kahlo y la transformación de las zonas arqueológicas en prospectos de disneylandias tropicales, ornamentaron el efímero triunfalismo de la primera mitad de los noventa necesitado de reafirmar el aparato iconográfico nacional para que sirviera como herramienta de la despiadada internacionalización. La vieja receta se puso en práctica: la del pastoralismo historicista. El gobierno de la revolución más vieja del mundo intentó paliar la ausencia de una imagen del futuro tratando de reafirmar la tesis de una continuidad sin conflictos ni resquebrajaduras en el pasado de la cultura, pues bajo la óptica del poder México es esa entidad donde las matanzas y expoliaciones se borran bajo la imagen de la docilidad. Una convivencia fructífera de lo nuevo y lo antiguo, donde la modernidad de las maquiladoras y la competencia internacional tendría que coincidir con la herencia de la "grandeza de México", y frente a la cual cualquier oposición, aunque fuera la de los idolatrados indígenas, era simplemente una molestia prescindible. Una imagen de exportación (aquella que atrae al turismo y que se busca cuando se piensa en México en las galerías y museos) pero que tiene un claro sentido interno: servir como fuente de legitimación, explicar un monopolio del poder a imagen y semejanza de sus monolitos y definir el terreno donde, supuestamente, se sitúan las tareas de los intelectuales, escritores y artistas, como oficiantes de su culto.

Pues, en efecto, ese edificio que es en México la cultura nacional --que sobrevive ante el acoso de una cultura televisiva doméstica habitada por Madonnas criollas que no hablan de sexo, grupos de rap sin definición étnica y punks de clase media alta&emdash; es el hijo disecado de las batallas intelectuales y artísticas del México posrevolucionario. De Vasconcelos a Octavio Paz y de Diego Rivera a Carlos Fuentes los intelectuales y artistas mexicanos han construido una mitología que es precisamente la nación que salta a la boca de la gente cuando habla de "México". Una construcción que, con distintas causas y programas políticos, ha acabado por convertirse en un lastre irremediable. Y que, como Roger Bartra ha señalado en La jaula de la melancolía, tiene como principal saldo hacer difícil para los contemporáneos la definición de sus tareas políticas y culturales :

(...) el metadiscurso nacionalista suele impedir o dificultar la relación de los mexicanos con su pasado y con la historia del mundo: la historia es reducida a jeroglíficos, a símbolos estáticos destinados a glorificar el poder nacional y adormecer la razón; cuando se despierta de ese sueño resulta difícil reconocer el pasado propio e, incluso, la presencia del mundo. Hemos soñado en mil héroes míticos, pero de la nación sólo quedan sus ruinas.

Ciertamente, el culto nacional que restauró el estado mexicano de los años recientes era ya una religión muerta que nadie, salvo sus propios ideólogos y los medios masivos, podía tomarse en serio. Bartra creía en 1987 que el colapso de la idea de la cultura nacional mexicana habría de traer una liberación inevitable: la de la desnudez de la "desmodernidad":

Los mexicanos han sido expulsados de la cultura nacional; por eso, cada vez rinden menos culto a una metamorfosos frustrada por la melancolía, a un progreso castrado por el atraso. Los mexicanos cada vez se reconocen menos en ese axolote que les ofrece el espejo de la cultura nacional como paradigma de un estoicismo nacionalista unificador. (...) No les entusiasma una modernidad eficiente ni quieren restaurar la promesa de un futuro industrial proletario. Tampoco creen en un retorno a la Edad de Oro, al primitivismo larvario. Han sido arrojados del paraíso originario, y también han sido expulsados del futuro. Han perdido su identidad, pero no lo deploran: su nuevo mundo es una manzana de discordancias y contradicciones. Sin haber sido modernos, ahora son desmodernos; ya no se parecen al axolote, son otros , son diferentes.

Y sin embargo, una cosa es la teoría y otra las ideologías. No obstante su esterilidad, la identidad mexicanista, como el PRI, es un muerto que goza de cabal salud. A despecho de su cada vez más frecuente aparición en los encabezados de nota roja política del mundo, México sigue lucrando de su aroma de peculiaridad cultural, al grado de que en muchas ocasiones suplanta, metropolitanamente, a la imagen de Latinoamérica. Máscara que es ocultación, pues a cada idealización de lo mexicano hay que oponer su némesis sociológica: el racismo al Museo de Antropología, la moralina católica al improbable erotismo deComo agua para chocolate, la dictadura priista al país surrealista.

Aparición de la papaya,Javier de la Garza, 1989, Cortesía de la galería OMR, Ciudad de México

La cultura de México es el fantasma que se proyecta en los ojos de los presidentes mexicanos cuando se deciden a desaparecer y asesinar a sus opositores. Es esa entidad la que respalda las paranoias de amenazas internas y externas y la que valida los gestos de autoritarismo con que periódicamente nuestros gobiernos aceitan la maquinaria de los negocios que son su verdadero y único interés.

Uno podría, como muchos, hacer como si las tareas artísticas y literarias nada tuvieran que ver con esa clase de construcciones sobre la historia, para hacer una cultura "metropolitana" a pesar de la maldición del nacionalismo y las atrocidades que se cometen bajo el amparo del nombre sacrosanto de México. Pero hacer como que una situación no está presente tiende sólo a perpetuarla: la tarea de dinamitar la cultura mexicanista del poder apenas empieza. La reformulación de la cultura mexicana para convertirla en una entidad viva y liberadora es todavía un sueño. Si la cultura nacional que nos ha envenenado es una religión de imágenes vacías pero tiránicas requiere una subversión, también, iconográfica. Aparecerá a veces como ironía disfrazada de candidez, otras como revelación de realidades que contradicen el dogma, otras como divertido sacrilegio. Como falsa idolatría, como dislocación sincrética o como profanación escatológica.

 

Los fantasmas aztecas

Durante los últimos nueve años Javier de la Garza ha venido pintando narraciones acerca de la imposibilidad de México, relatos en donde la poética y los temas de la mitología nacionalista encarnan para demostrar, precisamente, su inverosimilitud. Epifanías, vale decir, de la falsedad idolátrica.

A nadie escapará, supongo, que sus estrategias están en directa relación con aquellas que prevalecieron en la pintura occidental durante los años ochenta: la apropiación más o menos parafrasística de estilos e íconos de las primeras vanguardias o las etapas de la "historia del arte"; la utilización de ideogramas y textos en el cuadro como para conjurar el escepticismo ante la capacidad de la pintura para transmitir por sí misma su discurso; la tendencia a presentar figuras más o menos centrales y dominantes sobresaliendo en un fondo que no es una escena, sino un montaje decorativo de superficies saturadas, ante el que las figuras chocan con su apariencia de estatismo y de volumen. Pero, por sobre todo, la pintura de De la Garza delata su afiliación a la pintura de los ochenta en la forma en que se ofrece como una especie de "mitología" personal, mediante la cual la pintura aparece marcada por un exceso de oratoria acompañada de la imposibilidad de su lectura, ya porque produce en el espectador la suposición de que el artista guarda para sí un significado que se ostenta en la misma medida en que se ocluye, o porque combina la estridencia de los "mensajes" con la falta de articulación de las partes.

La pintura de De la Garza hace eco de la inquietud "posmoderna" de que la opulencia de información es garantía y expresión de la ausencia de significación. De ahí que sus obras suelan anidar entre el misticismo y la ironía, entre la imagen simbólica y la indigestión informativa. Y en esa medida sólo tienen sentido cuando se las remite al contexto que critican reinventándolo: el de la iconografía de la mexicanidad que durante los años veinte a cincuenta elaboraron los pintores y cineastas mexicanos, y en especial los de la rama sentimental y kistch de la nacionalidad melancólica: las películas del Indio Fernández fotografiadas por Gabriel Figueroa, los calendarios de Jesús Helguera, la pintura "metafísica" de María Izquierdo y el martirologio intocado de Frida Kahlo, el culto guadalupano y la escultura mexica.

De hecho, De la Garza fue clasificado por la crítica local como parte de un movimiento: el del llamado "neomexicanismo", designación que suele enmascararlo como un mero revival, al modo en que, también, de nostalgia se alimentó la iconografía oficial. Una corriente que, como Olivier Debroise ha observado, nació en los ochenta como una alternativa a la internacionalización predominante del arte mexicano de las décadas anteriores, pero que a mediados de la década vino a convertirse en una especie de mainstream de la pintura mexicana, con todos los peligros y contradicciones que eso encierra. Paradójicamente, lo que empezó como ironía devino en éxito de mercado, en parte porque alimentó la imagen de que la pintura mexicana podía recuperar su peculiaridad nacional, pero también porque vino a coincidir con un nuevo interés por la identidad en el arte de Norteamérica.

Evidentemente, la pintura de De la Garza no se planteaba a sí misma como una revigorización de los mitos nacionales, pero no puede negar que ha participado en algo de ello. En otro terreno, el hecho de que pueda haber promovido un gusto por aquello que ridiculizaba es prueba de que la fosilización de la retórica mexicanista es capaz de asimilar incluso sus herejías. De la Garza ha experimentado las ambigüedades propias de la cita: la dificultad que hay en distinguir adecuadamente la crítica del homenaje. Sus obras incorporan esa ambigüedad y juegan con la posibilidad de que el espectador las tome como auténticas expresiones neomexicanas, cuando su intención es acentuar una distancia paradójica frente a los mitos nacionalistas.

 

La frontera: en un solo lugar, en todas partes

Una de las paradojas de la cultura mexicanista es haber levantado sus sueños sobre el elogio del mestizaje y verse continuamente amenazada por la posibilidad de nuevas mezclas culturales. En particular, vive siempre ante el acoso de fundirse ante los prestigios del modo de vida norteamericano. La ilusión de una cultura mexicana cosmopolita tiene su reverso en la imagen de un folklore constantemente en decadencia: en tanto las clases altas mexicanas se definen por su mimetización, alimentan el sueño de que las clases bajas sean idénticas a sus modelos primigenios, como si la asimilación cultural fuera parte del monopolio de sus privilegios.

Aparición de la tierra-elegancia / El Vez, 1991. Cortesía de la Galería Jan Kesner, Los Angeles

Aun antes de ir a Los Ángeles a estudiar a Cal Arts, la pintura de Rubén Ortiz Torres había mostrado un especial interés por el modo en que los íconos culturales mexicanos y católicos eran perturbados por la irrupción de la cultura comercial de masas que se consume en México. Pero en los últimos años su cercanía con la vida fronteriza que se desarrolla tanto entre los chicanos como entre los habitantes del norte de México vino a plantearle la necesidad de utilizar las imágenes como campo de estudio del malentendido cultural.

Rubén Ortiz parte del principio de que toda identidad cultural es una construcción ganada a golpes de abstracción: la limpieza de elementos estéticos perturbadores y el congelamiento de ciertos rasgos que se elevan a la categoría de principios culturales, como por ejemplo la imagen de México como un reservorio rural del catolicismo popular y los Estados Unidos como un theme park del progreso industrialista. Toda identidad, y la representación de lo mexicano es un caso ejemplar, es una fabricación política. Pero lo significativo de las construcciones de la identidad es que, a pesar de ser artificiales, acaban por ser asimiladas y puestas en juego en la realidad cotidiana, lo que provoca una continua inestabilidad y abundancia de paradojas. Como lo demuestra su video Cómo leer al Macho Mouse (1991), la representación de Emiliano Zapata es caricaturizada por Speedy González, y correspondientemente los artesanos mexicanos esculpen hoy en barro, de la manera más tradicional posible, al pato Donald. Ortiz está particularmente atento a aquellos casos en que las taxonomías culturales se rompen y generan diálogos inesperados: por ejemplo, cómo la obsesión estadunidense por el peligro de los invasores extraterrestres, en parte suscitada por la inmigración, puede reflejarse en las pinturas sobre terciopelo en que los tijuanenses representan al E.T.

El artista, según Ortiz, tiene la tarea no de representar y ordenar ese caos cultural, sino de enfrentar al público con las representaciones que de él se han hecho, quizá para inquietarlo con el humor objetivo y negro de sus propios reflejos. De modo que Ortiz documenta y selecciona la forma en que se ejercita una cultura viva frente a sus abstracciones simbólicas, en parte porque le fascina esa vitalidad (por ejemplo, la opulencia de los carros de los low riders chicanos), y en parte porque la cultura viva no puede ser más que trágica y cómica.

Ejército Mexicano, Rubén Ortíz Torres. 1992

Su trabajo es un desafío lo mismo contra la idea de un lenguaje artístico puro e "internacional" con que muchas veces sueñan los artistas mexicanos, y contra la utopía de representar por medio del arte la identidad de una cultura. En ese sentido su obra se separa del arte chicano que, en muchas ocasiones, aspira precisamente a representar simbólicamente una condición cultural fronteriza. Por el contrario, sobre todo en sus fotografías a color, Rubén Ortiz se ha dedicado a mostrar la evanescencia misma del concepto de la frontera mexicano-norteamericana al documentar y teatralizar por igual en Los Ángeles que en la Ciudad de México, entre otros muchos lugares, momentos en los que es imposible reconocer la peculiaridad de un sitio; es decir, momentos en que la frontera se manifiesta ya no como una línea divisoria en el río Bravo, sino como una posibilidad latente en cualquier lugar de Norteamérica. Escenas que muestran cómo la frontera no es un lugar, sino una perturbación estética.

Recientemente, Rubén Ortiz ha querido pasar de la observación de esa dislocación a la intervención directa. Sus gorras de beisbol no solamente ironizan sobre la forma en que los emblemas de los equipos deportivos se apropian de los estereotipos culturales, sino que construyen una posibilidad futura de la identidad mexicano-norteamericana: la de la conquista y politización de la cultura de masas. Si esas gorras fueran, en efecto, moda, la industria cultural haría circular ya no los estereotipos, sino imágenes paradójicas y autocríticas de los discursos de identidad. Ortiz, en el fondo, pone a prueba la posibilidad de rebasar el reservorio del arte. Sus obras imaginan un público distinto: aquel para el cual las representaciones son algo más que placeres. Aquel para el cual las representaciones pudieran ser armas políticas. Un público meramente hipotético, probablemente improbable, pero muchas veces implícito en las posiciones del multiculturalismo. Estas gorras se ofrecen como proyectos utópicos; encerradas como están en su vitrina, hacen más que evidente la todavía incómoda distancia entre práctica artística y cultura de masas.

El incesto

Extrememos la suposición de que las ideologías son religiones seculares y que convierten a la historia en un relato sagrado, fosilizado e inaccesible, en teogonía escrita. Los museos, con sus objetos alejados de toda manipulación, desprovistos de cualquier contexto y contacto, manifiestan esa visión clausurada del pasado y de la tradición, consagrando la idea de que sólo es cultura lo que ya no nos está disponible. No es solamente que los estados reescriben la historia para justificar su poder político, sino que una vez que lo hacen, la emparedan para que no propicie malas ideas subversivas. La educación que nos inocula con una versión de la historia suele presentarla como hecho irrevocable, a pesar de que la investigación académica del pasado sea una reescritura perpetua, y a pesar de que las narraciones históricas populares, como los mitos, la borren y reconstruyan constantemente en la plasticidad de la memoria y la oralidad. Una de las claves de la hegemonía es mantener la identidad y la historia siempre presentes, pero en el estatismo de la distancia. En ese sentido, el contacto con el pasado ocurre bajo control paterno

En sus instalaciones, videoacciones y objetos, Silvia Gruner ha venido tratando de dar forma a una inquietud que podemos llamar sacrílega: aproximar la memoria mediante el contacto corporal, dislocar la apariencia intocada de la historia y las tradiciones mediante una erotización escatológica. De un modo análogo a cómo la mística católica perturba periódicamente la estructura del catolicismo oficial, Gruner invita al espectador a tener un acceso sin mediaciones con los signos de su cultura. De ahí que sus obras acentúen frecuentemente una especie de aura encerrada en los objetos: ya el alma alojada en los cabellos o en el lecho, la presencia histórica habitando fantasmáticamente en los conventos y casas, o la iconografía de la santidad incorporada en el traje. Y que sus imágenes, como el color oloroso del jabón de una de sus instalaciones, sean emanaciones físicas y no solamente objetos visuales.

Por supuesto, ese contacto sagrado con la cultura no puede ocurrir sin un dejo de ironía. Las ceremonias de Silvia Gruner alcanzan un cierto momento en que muerden su cola y se metamorfosean en broma y el juego. Quizá porque, de esa manera, Silvia intenta conjurar los peligros a que se ve expuesta una óptica femenina cuando aborda la tradición: es decir, la tentación de encarnarla. No es casual que, en el caso mexicano, mujeres como Frida Kahlo, María Izquierdo o Tina Modotti sean mitificadas en el momento mismo en que el modelo de la identidad cultural nacional está en crisis, pues a la mujer se le suele identificar con la esencia intocada e irracional de la naturaleza y la cultura, y por tanto se la convoca cuando las seguridades de la tradición se tambalean.

En No jodas con el pasado porque te embarazas (1994), Gruner ha conseguido articular a la perfección esa temática del pasado tomado por la fuerza con la necesidad de oponerse al mito de la feminidad como paraíso de la identidad. El video y sus stills se presentan ambiguamente como una ceremonia privada o una arqueología pornográfica. Una serie de tepalcates, figuras rotas de barro de las religiones agrarias precolombinas que todavía salen con facilidad de los campos de labrantía, son nuevamente fertilizadas por la mano de la artista. Esa mano atrae a los ídolos a un contacto negado por la narrativa histórica, pero al mismo tiempo representa a ese pasado como materia fornicable, como objeto de violencia. El ídolo se chinga: la mano de la mujer, paradójicamente, se vuelve falo. (No en vano la patria es esa entidad femenina del padre.) Pero como el título de la pieza sugiere, esa escapada es autoviolatoria: es la artista, y no el pasado, quien puede salir preñada de ese contacto. Uno quisiera ver en este "rapto de las coatlicues" la posibilidad de liberar al pasado de sus dogmas para reeslabonarlo con nuevas tareas y nuevos presentes.

"No jodas con el pasado porque puedes quedar embarazada", Silvia Gruner, 1994. Impresiones Ektakolor (revelado cromogénico), instalación de 16 fotografías, 20X40" (51X61 cm)c/u, tamaño total de 108X96" (274X224 cm). Cortesía del artista

Los gestos aislados y ansiosos de estas imágenes son una metáfora de los acosos tentativos que uno quisiera tener con la identidad y la historia una vez que la narrativa estatal quede vencida. No en vano las mitologías antiguas arrancan con la subversión de un incesto.

 

Las naciones unidas del arte

Exhibiciones internacionales van y vienen; son el termómetro de la cultura naciente del fin de siglo. Y no es por nada que suceden. Mientras los mercados se inundan de jeans made in Thailand, tequila japonés, vino sudafricano y PCs brasileñas, en una masa cada vez más irreconocible y despatriada, las artes aspiran a formular un intercambio clarificado y autoconsciente de las proveniencias.

Cierto que esa representación cultural es problemática. Por un lado, el multiculturalismo que aparentemente domina la escena artística mundial quisiera ser el contraveneno de ese infierno de uniformidad galáctica que, desde las metrópolis, se imaginaba como el resultado de la internacional del modernismo. Pero, por otro lado, pone sobre la mesa de discusión el concepto de "culturas nacionales" que el romanticismo formuló para los estados modernos.

Y, sin embargo, las exhibiciones internacionales que hacemos y observamos llevan, como pecado impreso en el nombre, la presunción de que artistas y obras representan a sus naciones, y los públicos que las observan no dejan de esperar de ellas que se les revele una verdad, digamos por decir cualquier cosa, sobre "México e Irlanda". Esto es una ilusión: la experiencia de una sociedad no se resume en un objeto o una imagen. Si una obra de arte puede inmiscuirse en la tarea de dar un sentido momentáneo a la masa contradictoria de estímulos, puede, si acaso, aspirar a volverse un punto de referencia, o un talismán ayudar a vivir un contexto volátil, antes de caer en el depositorio de definiciones congeladas de los "patrimonios culturales".

Pero aun así la trampa existe y está puesta. De por sí, las artes plásticas viven del fraude de su transparencia. El público pasea por las salas de galerías y museos y consume, instantáneamente, una imagen que casi por definición es una unidad inmediata de sentido; que a pesar de ser contradictoria y sangrienta se ve en un segundo y se asimila como una frase. Uno va de turista a Babel y regresa con una instantánea.

 

La instantánea

La imagen no puede ser más elocuente, precisamente por lo que tiene de antiglamorosa. Nada en ella refiere a la estética de la fotografía de guerra, con sus close-ups de actividad resplandeciente y su descarada persecución del sufrimiento con rostro humano o la gloria aún por extirpar; todos esos signos que, precisamente, hacen que una imagen parezca documento, gritándonos a todo lo alto su importancia. Todo lo contrario: la descomposición de la escena tiene mucho de la simpleza de esas tomas que atiborran los álbumes de familia en la era de la instamatic. Los actores no juegan a la retórica de los gestos y nada en su modestia parece delatar el acto que cometen. Nada hay en ellos de la salvaje mezcla machista del bandido y el héroe que alimenta los miedos de quienes auguran el despertar del llamado "México bronco". En nada se parecen a los guerrilleros guevaristas de los sueños universitarios o las pesadillas clasemedieras. Algo en ellos hace saltar tanto las mitificaciones como las demonologías.

Finca Liquidambar, Angel Albino Corzo, 1994. Foto de Omar Meneses / La Jornada

Los peones de la finca Liquidámbar, en Ángel Albino Corzo, Chiapas, han tomado la casa del patrón de la hacienda. Es septiembre de 1994 y la foto es de Omar Meneses, de La Jornada. Sobre las paredes, por encima del dintel, cuelgan cuatro serigrafías de Andy Warhol. (Precisamente Warhol: ese puente mágico entre las idolatrías del American way of life y las seguridades del mainstream neoyorkino.) Una de ellas, la de la izquierda, está chueca, como chuecos también suelen estar los retratos de Juárez o el presidente en turno en las escuelas públicas mexicanas. Marilyn, eternamente asesinada en su sonrisa, luce desposeída y aburrida en su prisión de cristal. Tan lejos de los reflectores de Hollywood, como también los campesinos están lejos de los murales de Diego Rivera. La foto --que supongo envidiaría Louise Lawler-- no solamente muestra la domesticación del arte en este set de muebles neocoloniales y lámparas de dudosa aristocracia criolla. Hace visible la naturaleza de una contradicción que se vive como pan cotidiano. No, como romántica y demagógicamente quisiéramos, la de una indecisión entre el pasado y el futuro, entre la pobreza y el desarrollo. No los tropiezos de una transición, sino una herida en el imaginario social que se abre más y más porque el discurso oficial pretende cerrarla.

He aquí los indígenas revolucionarios, en nombre de los cuales todavía se gobierna en México, pero que son la peor pesadilla de ese mismo gobierno. Éste es el México que la imagen higienizada y narcótica de la cultura nacional no alcanza a comprender, y por eso elimina. El México de una creciente incomprensión y un incontrolable descontento. ¿Dónde quedó el país surrealista? ¿Dónde el realismo mágico?

De todo aquello sólo queda hoy una vergüenza. La cultura mexicana tendrá que ser fiel a esa rabia, o no merece ser más.

 

 


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