Amada modernidad, que no perdonas:
Lo que se prometía como la era de Nafta acabó en un nuevo
llano en llamas. Durante los años ochenta y noventa el gobierno
mexicano y sus élites invocaron, con cada vez más exaltación,
la idea de que México, al fin, habría de integrarse en
esa utopía descolorida que llamaban "modernidad". No obstante
sus ditirambos, se trataba de un deseo convenenciero. La "modernidad"
tenía un claro sentido en el terreno económico: la privatización
acelerada, el desmantelamiento de la propiedad tradicional en el campo,
la internacionalización del capital... esa ortodoxia que es el
derecho de conquista del capitalismo triunfante.
Hipotéticamente, esa "puesta al día" habría de
traer un modo de vida comparable al de Estados Unidos y Europa, lo cual
incluía el espejismo de la democracia occidental y la abundancia
de los MacDonald´s. Pero, como ha venido demostrando tercamente
la historia de los países que supuestamente están "en
vías de desarrollo", la conducción de la "liberalización
económica" no puede llevarse a cabo más que a costa de
los sueños de modernidad política y con un reparto cada
vez más perfecto de las desigualdades. No es paradoja, sino una
necesidad de la propia violencia que significa "modernizar", que el
Estado mexicano, como sus compadres chinos y cubanos, tuvo que utilizar
la maquinaria aparentemente nada moderna de su control ideológico,
militar y político para imponer su restructuración. Que
la modernización sólo podía llevarse a cabo bajo
el signo del despotismo y la represión.
De ahí el colapso de 1994 y 1995: la agudización de los
conflictos entre regiones y sectores económicos; la irrupción
de la violencia política; el retorno puntual de la crisis financiera
a fines de 1994; la rebelión indígena de Chiapas y el
afán de ahogarla en sangre, aun a costa del consenso. Una vez
más la llamada "modernidad" vino a mostrar su verdadera cara,
y esa apariencia es el caos y el desajuste social. ¿Cómo,
hay que preguntarse, es que ese caos vino a expresarse en el terreno
de las artes y la cultura en México? A imagen y semejanza del
torcido planteamiento que sostiene a su estado, la cultura contemporánea
en México no puede ser más que escindida, vacilante, descolorida
y confusa. Una mezcla grandilocuente de espejismos y saltos en el vacío,
que oscila entre el resucitamiento de las momias aztecas del discurso
oficial, las ilusiones cosmopolitas de los intelectuales y artistas
de clases medias y los balbuceos de una posible, pero aún no
realizada, cultura crítica que no alcanza a definirse con propiedad
por los trucos de su enemigo, que no se concreta porque el adversario
es cínico y escurridizo.
Ante la imposibilidad de fabricar una mitología a partir de
los holocaustos del neoliberalismo, las élites políticas
y económicas volvieron los ojos al capital ya dilapidado, pero
siempre disponible, del mexicanismo. Las exhibiciones internacionales
de México: esplendores de treinta siglos y Europalia, la sala
de arte mexica en el British Museum, el colaboracionismo en la entronización
esterilizada del culto de Frida Kahlo y la transformación de
las zonas arqueológicas en prospectos de disneylandias tropicales,
ornamentaron el efímero triunfalismo de la primera mitad de los
noventa necesitado de reafirmar el aparato iconográfico nacional
para que sirviera como herramienta de la despiadada internacionalización.
La vieja receta se puso en práctica: la del pastoralismo historicista.
El gobierno de la revolución más vieja del mundo intentó
paliar la ausencia de una imagen del futuro tratando de reafirmar la
tesis de una continuidad sin conflictos ni resquebrajaduras en el pasado
de la cultura, pues bajo la óptica del poder México es
esa entidad donde las matanzas y expoliaciones se borran bajo la imagen
de la docilidad. Una convivencia fructífera de lo nuevo y lo
antiguo, donde la modernidad de las maquiladoras y la competencia internacional
tendría que coincidir con la herencia de la "grandeza de México",
y frente a la cual cualquier oposición, aunque fuera la de los
idolatrados indígenas, era simplemente una molestia prescindible.
Una imagen de exportación (aquella que atrae al turismo y que
se busca cuando se piensa en México en las galerías y
museos) pero que tiene un claro sentido interno: servir como fuente
de legitimación, explicar un monopolio del poder a imagen y semejanza
de sus monolitos y definir el terreno donde, supuestamente, se sitúan
las tareas de los intelectuales, escritores y artistas, como oficiantes
de su culto.
Pues, en efecto, ese edificio que es en México la cultura nacional
--que sobrevive ante el acoso de una cultura televisiva doméstica
habitada por Madonnas criollas que no hablan de sexo, grupos de rap
sin definición étnica y punks de clase media alta&emdash;
es el hijo disecado de las batallas intelectuales y artísticas
del México posrevolucionario. De Vasconcelos a Octavio Paz y
de Diego Rivera a Carlos Fuentes los intelectuales y artistas mexicanos
han construido una mitología que es precisamente la nación
que salta a la boca de la gente cuando habla de "México". Una
construcción que, con distintas causas y programas políticos,
ha acabado por convertirse en un lastre irremediable. Y que, como Roger
Bartra ha señalado en La jaula de la melancolía, tiene
como principal saldo hacer difícil para los contemporáneos
la definición de sus tareas políticas y culturales :
(...) el metadiscurso nacionalista suele impedir o dificultar la relación
de los mexicanos con su pasado y con la historia del mundo: la historia
es reducida a jeroglíficos, a símbolos estáticos
destinados a glorificar el poder nacional y adormecer la razón;
cuando se despierta de ese sueño resulta difícil reconocer
el pasado propio e, incluso, la presencia del mundo. Hemos soñado
en mil héroes míticos, pero de la nación sólo
quedan sus ruinas.
Ciertamente, el culto nacional que restauró el estado mexicano
de los años recientes era ya una religión muerta que nadie,
salvo sus propios ideólogos y los medios masivos, podía
tomarse en serio. Bartra creía en 1987 que el colapso de la idea
de la cultura nacional mexicana habría de traer una liberación
inevitable: la de la desnudez de la "desmodernidad":
Los mexicanos han sido expulsados de la cultura nacional; por eso,
cada vez rinden menos culto a una metamorfosos frustrada por la melancolía,
a un progreso castrado por el atraso. Los mexicanos cada vez se reconocen
menos en ese axolote que les ofrece el espejo de la cultura nacional
como paradigma de un estoicismo nacionalista unificador. (...) No les
entusiasma una modernidad eficiente ni quieren restaurar la promesa
de un futuro industrial proletario. Tampoco creen en un retorno a la
Edad de Oro, al primitivismo larvario. Han sido arrojados del paraíso
originario, y también han sido expulsados del futuro. Han perdido
su identidad, pero no lo deploran: su nuevo mundo es una manzana de
discordancias y contradicciones. Sin haber sido modernos, ahora son
desmodernos; ya no se parecen al axolote, son otros , son diferentes.
Y sin embargo, una cosa es la teoría y otra las ideologías.
No obstante su esterilidad, la identidad mexicanista, como el PRI, es
un muerto que goza de cabal salud. A despecho de su cada vez más
frecuente aparición en los encabezados de nota roja política
del mundo, México sigue lucrando de su aroma de peculiaridad
cultural, al grado de que en muchas ocasiones suplanta, metropolitanamente,
a la imagen de Latinoamérica. Máscara que es ocultación,
pues a cada idealización de lo mexicano hay que oponer su némesis
sociológica: el racismo al Museo de Antropología, la moralina
católica al improbable erotismo deComo agua para chocolate, la
dictadura priista al país surrealista.
Aparición de la papaya,Javier de la Garza, 1989, Cortesía
de la galería OMR, Ciudad de México
La cultura de México es el fantasma que se proyecta en los ojos
de los presidentes mexicanos cuando se deciden a desaparecer y asesinar
a sus opositores. Es esa entidad la que respalda las paranoias de amenazas
internas y externas y la que valida los gestos de autoritarismo con
que periódicamente nuestros gobiernos aceitan la maquinaria de
los negocios que son su verdadero y único interés.
Uno podría, como muchos, hacer como si las tareas artísticas
y literarias nada tuvieran que ver con esa clase de construcciones sobre
la historia, para hacer una cultura "metropolitana" a pesar de la maldición
del nacionalismo y las atrocidades que se cometen bajo el amparo del
nombre sacrosanto de México. Pero hacer como que una situación
no está presente tiende sólo a perpetuarla: la tarea de
dinamitar la cultura mexicanista del poder apenas empieza. La reformulación
de la cultura mexicana para convertirla en una entidad viva y liberadora
es todavía un sueño. Si la cultura nacional que nos ha
envenenado es una religión de imágenes vacías pero
tiránicas requiere una subversión, también, iconográfica.
Aparecerá a veces como ironía disfrazada de candidez,
otras como revelación de realidades que contradicen el dogma,
otras como divertido sacrilegio. Como falsa idolatría, como dislocación
sincrética o como profanación escatológica.
Los fantasmas aztecas
Durante los últimos nueve años Javier de la Garza ha
venido pintando narraciones acerca de la imposibilidad de México,
relatos en donde la poética y los temas de la mitología
nacionalista encarnan para demostrar, precisamente, su inverosimilitud.
Epifanías, vale decir, de la falsedad idolátrica.
A nadie escapará, supongo, que sus estrategias están
en directa relación con aquellas que prevalecieron en la pintura
occidental durante los años ochenta: la apropiación más
o menos parafrasística de estilos e íconos de las primeras
vanguardias o las etapas de la "historia del arte"; la utilización
de ideogramas y textos en el cuadro como para conjurar el escepticismo
ante la capacidad de la pintura para transmitir por sí misma
su discurso; la tendencia a presentar figuras más o menos centrales
y dominantes sobresaliendo en un fondo que no es una escena, sino un
montaje decorativo de superficies saturadas, ante el que las figuras
chocan con su apariencia de estatismo y de volumen. Pero, por sobre
todo, la pintura de De la Garza delata su afiliación a la pintura
de los ochenta en la forma en que se ofrece como una especie de "mitología"
personal, mediante la cual la pintura aparece marcada por un exceso
de oratoria acompañada de la imposibilidad de su lectura, ya
porque produce en el espectador la suposición de que el artista
guarda para sí un significado que se ostenta en la misma medida
en que se ocluye, o porque combina la estridencia de los "mensajes"
con la falta de articulación de las partes.
La pintura de De la Garza hace eco de la inquietud "posmoderna" de
que la opulencia de información es garantía y expresión
de la ausencia de significación. De ahí que sus obras
suelan anidar entre el misticismo y la ironía, entre la imagen
simbólica y la indigestión informativa. Y en esa medida
sólo tienen sentido cuando se las remite al contexto que critican
reinventándolo: el de la iconografía de la mexicanidad
que durante los años veinte a cincuenta elaboraron los pintores
y cineastas mexicanos, y en especial los de la rama sentimental y kistch
de la nacionalidad melancólica: las películas del Indio
Fernández fotografiadas por Gabriel Figueroa, los calendarios
de Jesús Helguera, la pintura "metafísica" de María
Izquierdo y el martirologio intocado de Frida Kahlo, el culto guadalupano
y la escultura mexica.
De hecho, De la Garza fue clasificado por la crítica local como
parte de un movimiento: el del llamado "neomexicanismo", designación
que suele enmascararlo como un mero revival, al modo en que, también,
de nostalgia se alimentó la iconografía oficial. Una corriente
que, como Olivier Debroise ha observado, nació en los ochenta
como una alternativa a la internacionalización predominante del
arte mexicano de las décadas anteriores, pero que a mediados
de la década vino a convertirse en una especie de mainstream
de la pintura mexicana, con todos los peligros y contradicciones que
eso encierra. Paradójicamente, lo que empezó como ironía
devino en éxito de mercado, en parte porque alimentó la
imagen de que la pintura mexicana podía recuperar su peculiaridad
nacional, pero también porque vino a coincidir con un nuevo interés
por la identidad en el arte de Norteamérica.
Evidentemente, la pintura de De la Garza no se planteaba a sí
misma como una revigorización de los mitos nacionales, pero no
puede negar que ha participado en algo de ello. En otro terreno, el
hecho de que pueda haber promovido un gusto por aquello que ridiculizaba
es prueba de que la fosilización de la retórica mexicanista
es capaz de asimilar incluso sus herejías. De la Garza ha experimentado
las ambigüedades propias de la cita: la dificultad que hay en distinguir
adecuadamente la crítica del homenaje. Sus obras incorporan esa
ambigüedad y juegan con la posibilidad de que el espectador las
tome como auténticas expresiones neomexicanas, cuando su intención
es acentuar una distancia paradójica frente a los mitos nacionalistas.
La frontera: en un solo lugar, en todas partes
Una de las paradojas de la cultura mexicanista es haber levantado sus
sueños sobre el elogio del mestizaje y verse continuamente amenazada
por la posibilidad de nuevas mezclas culturales. En particular, vive
siempre ante el acoso de fundirse ante los prestigios del modo de vida
norteamericano. La ilusión de una cultura mexicana cosmopolita
tiene su reverso en la imagen de un folklore constantemente en decadencia:
en tanto las clases altas mexicanas se definen por su mimetización,
alimentan el sueño de que las clases bajas sean idénticas
a sus modelos primigenios, como si la asimilación cultural fuera
parte del monopolio de sus privilegios.
Aparición de la tierra-elegancia / El Vez, 1991. Cortesía
de la Galería Jan Kesner, Los Angeles
Aun antes de ir a Los Ángeles a estudiar a Cal Arts, la pintura
de Rubén Ortiz Torres había mostrado un especial interés
por el modo en que los íconos culturales mexicanos y católicos
eran perturbados por la irrupción de la cultura comercial de
masas que se consume en México. Pero en los últimos años
su cercanía con la vida fronteriza que se desarrolla tanto entre
los chicanos como entre los habitantes del norte de México vino
a plantearle la necesidad de utilizar las imágenes como campo
de estudio del malentendido cultural.
Rubén Ortiz parte del principio de que toda identidad cultural
es una construcción ganada a golpes de abstracción: la
limpieza de elementos estéticos perturbadores y el congelamiento
de ciertos rasgos que se elevan a la categoría de principios
culturales, como por ejemplo la imagen de México como un reservorio
rural del catolicismo popular y los Estados Unidos como un theme park
del progreso industrialista. Toda identidad, y la representación
de lo mexicano es un caso ejemplar, es una fabricación política.
Pero lo significativo de las construcciones de la identidad es que,
a pesar de ser artificiales, acaban por ser asimiladas y puestas en
juego en la realidad cotidiana, lo que provoca una continua inestabilidad
y abundancia de paradojas. Como lo demuestra su video Cómo leer
al Macho Mouse (1991), la representación de Emiliano Zapata es
caricaturizada por Speedy González, y correspondientemente los
artesanos mexicanos esculpen hoy en barro, de la manera más tradicional
posible, al pato Donald. Ortiz está particularmente atento a
aquellos casos en que las taxonomías culturales se rompen y generan
diálogos inesperados: por ejemplo, cómo la obsesión
estadunidense por el peligro de los invasores extraterrestres, en parte
suscitada por la inmigración, puede reflejarse en las pinturas
sobre terciopelo en que los tijuanenses representan al E.T.
El artista, según Ortiz, tiene la tarea no de representar y
ordenar ese caos cultural, sino de enfrentar al público con las
representaciones que de él se han hecho, quizá para inquietarlo
con el humor objetivo y negro de sus propios reflejos. De modo que Ortiz
documenta y selecciona la forma en que se ejercita una cultura viva
frente a sus abstracciones simbólicas, en parte porque le fascina
esa vitalidad (por ejemplo, la opulencia de los carros de los low riders
chicanos), y en parte porque la cultura viva no puede ser más
que trágica y cómica.
Ejército Mexicano, Rubén Ortíz Torres. 1992
Su trabajo es un desafío lo mismo contra la idea de un lenguaje
artístico puro e "internacional" con que muchas veces sueñan
los artistas mexicanos, y contra la utopía de representar por
medio del arte la identidad de una cultura. En ese sentido su obra se
separa del arte chicano que, en muchas ocasiones, aspira precisamente
a representar simbólicamente una condición cultural fronteriza.
Por el contrario, sobre todo en sus fotografías a color, Rubén
Ortiz se ha dedicado a mostrar la evanescencia misma del concepto de
la frontera mexicano-norteamericana al documentar y teatralizar por
igual en Los Ángeles que en la Ciudad de México, entre
otros muchos lugares, momentos en los que es imposible reconocer la
peculiaridad de un sitio; es decir, momentos en que la frontera se manifiesta
ya no como una línea divisoria en el río Bravo, sino como
una posibilidad latente en cualquier lugar de Norteamérica. Escenas
que muestran cómo la frontera no es un lugar, sino una perturbación
estética.
Recientemente, Rubén Ortiz ha querido pasar de la observación
de esa dislocación a la intervención directa. Sus gorras
de beisbol no solamente ironizan sobre la forma en que los emblemas
de los equipos deportivos se apropian de los estereotipos culturales,
sino que construyen una posibilidad futura de la identidad mexicano-norteamericana:
la de la conquista y politización de la cultura de masas. Si
esas gorras fueran, en efecto, moda, la industria cultural haría
circular ya no los estereotipos, sino imágenes paradójicas
y autocríticas de los discursos de identidad. Ortiz, en el fondo,
pone a prueba la posibilidad de rebasar el reservorio del arte. Sus
obras imaginan un público distinto: aquel para el cual las representaciones
son algo más que placeres. Aquel para el cual las representaciones
pudieran ser armas políticas. Un público meramente hipotético,
probablemente improbable, pero muchas veces implícito en las
posiciones del multiculturalismo. Estas gorras se ofrecen como proyectos
utópicos; encerradas como están en su vitrina, hacen más
que evidente la todavía incómoda distancia entre práctica
artística y cultura de masas.
El incesto
Extrememos la suposición de que las ideologías son religiones
seculares y que convierten a la historia en un relato sagrado, fosilizado
e inaccesible, en teogonía escrita. Los museos, con sus objetos
alejados de toda manipulación, desprovistos de cualquier contexto
y contacto, manifiestan esa visión clausurada del pasado y de
la tradición, consagrando la idea de que sólo es cultura
lo que ya no nos está disponible. No es solamente que los estados
reescriben la historia para justificar su poder político, sino
que una vez que lo hacen, la emparedan para que no propicie malas ideas
subversivas. La educación que nos inocula con una versión
de la historia suele presentarla como hecho irrevocable, a pesar de
que la investigación académica del pasado sea una reescritura
perpetua, y a pesar de que las narraciones históricas populares,
como los mitos, la borren y reconstruyan constantemente en la plasticidad
de la memoria y la oralidad. Una de las claves de la hegemonía
es mantener la identidad y la historia siempre presentes, pero en el
estatismo de la distancia. En ese sentido, el contacto con el pasado
ocurre bajo control paterno
En sus instalaciones, videoacciones y objetos, Silvia Gruner ha venido
tratando de dar forma a una inquietud que podemos llamar sacrílega:
aproximar la memoria mediante el contacto corporal, dislocar la apariencia
intocada de la historia y las tradiciones mediante una erotización
escatológica. De un modo análogo a cómo la mística
católica perturba periódicamente la estructura del catolicismo
oficial, Gruner invita al espectador a tener un acceso sin mediaciones
con los signos de su cultura. De ahí que sus obras acentúen
frecuentemente una especie de aura encerrada en los objetos: ya el alma
alojada en los cabellos o en el lecho, la presencia histórica
habitando fantasmáticamente en los conventos y casas, o la iconografía
de la santidad incorporada en el traje. Y que sus imágenes, como
el color oloroso del jabón de una de sus instalaciones, sean
emanaciones físicas y no solamente objetos visuales.
Por supuesto, ese contacto sagrado con la cultura no puede ocurrir
sin un dejo de ironía. Las ceremonias de Silvia Gruner alcanzan
un cierto momento en que muerden su cola y se metamorfosean en broma
y el juego. Quizá porque, de esa manera, Silvia intenta conjurar
los peligros a que se ve expuesta una óptica femenina cuando
aborda la tradición: es decir, la tentación de encarnarla.
No es casual que, en el caso mexicano, mujeres como Frida Kahlo, María
Izquierdo o Tina Modotti sean mitificadas en el momento mismo en que
el modelo de la identidad cultural nacional está en crisis, pues
a la mujer se le suele identificar con la esencia intocada e irracional
de la naturaleza y la cultura, y por tanto se la convoca cuando las
seguridades de la tradición se tambalean.
En No jodas con el pasado porque te embarazas (1994), Gruner ha conseguido
articular a la perfección esa temática del pasado tomado
por la fuerza con la necesidad de oponerse al mito de la feminidad como
paraíso de la identidad. El video y sus stills se presentan ambiguamente
como una ceremonia privada o una arqueología pornográfica.
Una serie de tepalcates, figuras rotas de barro de las religiones agrarias
precolombinas que todavía salen con facilidad de los campos de
labrantía, son nuevamente fertilizadas por la mano de la artista.
Esa mano atrae a los ídolos a un contacto negado por la narrativa
histórica, pero al mismo tiempo representa a ese pasado como
materia fornicable, como objeto de violencia. El ídolo se chinga:
la mano de la mujer, paradójicamente, se vuelve falo. (No en
vano la patria es esa entidad femenina del padre.) Pero como el título
de la pieza sugiere, esa escapada es autoviolatoria: es la artista,
y no el pasado, quien puede salir preñada de ese contacto. Uno
quisiera ver en este "rapto de las coatlicues" la posibilidad de liberar
al pasado de sus dogmas para reeslabonarlo con nuevas tareas y nuevos
presentes.
"No jodas con el pasado porque puedes quedar embarazada",
Silvia Gruner,
1994. Impresiones Ektakolor (revelado cromogénico), instalación
de 16 fotografías, 20X40" (51X61 cm)c/u, tamaño
total de 108X96" (274X224 cm). Cortesía del artista
Los gestos aislados y ansiosos de estas imágenes son una metáfora
de los acosos tentativos que uno quisiera tener con la identidad y la
historia una vez que la narrativa estatal quede vencida. No en vano
las mitologías antiguas arrancan con la subversión de
un incesto.
Las naciones unidas del arte
Exhibiciones internacionales van y vienen; son el termómetro
de la cultura naciente del fin de siglo. Y no es por nada que suceden.
Mientras los mercados se inundan de jeans made in Thailand, tequila
japonés, vino sudafricano y PCs brasileñas, en una masa
cada vez más irreconocible y despatriada, las artes aspiran a
formular un intercambio clarificado y autoconsciente de las proveniencias.
Cierto que esa representación cultural es problemática.
Por un lado, el multiculturalismo que aparentemente domina la escena
artística mundial quisiera ser el contraveneno de ese infierno
de uniformidad galáctica que, desde las metrópolis, se
imaginaba como el resultado de la internacional del modernismo. Pero,
por otro lado, pone sobre la mesa de discusión el concepto de
"culturas nacionales" que el romanticismo formuló para los estados
modernos.
Y, sin embargo, las exhibiciones internacionales que hacemos y observamos
llevan, como pecado impreso en el nombre, la presunción de que
artistas y obras representan a sus naciones, y los públicos que
las observan no dejan de esperar de ellas que se les revele una verdad,
digamos por decir cualquier cosa, sobre "México e Irlanda". Esto
es una ilusión: la experiencia de una sociedad no se resume en
un objeto o una imagen. Si una obra de arte puede inmiscuirse en la
tarea de dar un sentido momentáneo a la masa contradictoria de
estímulos, puede, si acaso, aspirar a volverse un punto de referencia,
o un talismán ayudar a vivir un contexto volátil, antes
de caer en el depositorio de definiciones congeladas de los "patrimonios
culturales".
Pero aun así la trampa existe y está puesta. De por sí,
las artes plásticas viven del fraude de su transparencia. El
público pasea por las salas de galerías y museos y consume,
instantáneamente, una imagen que casi por definición es
una unidad inmediata de sentido; que a pesar de ser contradictoria y
sangrienta se ve en un segundo y se asimila como una frase. Uno va de
turista a Babel y regresa con una instantánea.
La instantánea
La imagen no puede ser más elocuente, precisamente por lo que
tiene de antiglamorosa. Nada en ella refiere a la estética de
la fotografía de guerra, con sus close-ups de actividad resplandeciente
y su descarada persecución del sufrimiento con rostro humano
o la gloria aún por extirpar; todos esos signos que, precisamente,
hacen que una imagen parezca documento, gritándonos a todo lo
alto su importancia. Todo lo contrario: la descomposición de
la escena tiene mucho de la simpleza de esas tomas que atiborran los
álbumes de familia en la era de la instamatic. Los actores no
juegan a la retórica de los gestos y nada en su modestia parece
delatar el acto que cometen. Nada hay en ellos de la salvaje mezcla
machista del bandido y el héroe que alimenta los miedos de quienes
auguran el despertar del llamado "México bronco". En nada se
parecen a los guerrilleros guevaristas de los sueños universitarios
o las pesadillas clasemedieras. Algo en ellos hace saltar tanto las
mitificaciones como las demonologías.
Finca Liquidambar, Angel Albino Corzo, 1994. Foto de Omar Meneses /
La Jornada
Los peones de la finca Liquidámbar, en Ángel Albino Corzo,
Chiapas, han tomado la casa del patrón de la hacienda. Es septiembre
de 1994 y la foto es de Omar Meneses, de La Jornada. Sobre las paredes,
por encima del dintel, cuelgan cuatro serigrafías de Andy Warhol.
(Precisamente Warhol: ese puente mágico entre las idolatrías
del American way of life y las seguridades del mainstream neoyorkino.)
Una de ellas, la de la izquierda, está chueca, como chuecos también
suelen estar los retratos de Juárez o el presidente en turno
en las escuelas públicas mexicanas. Marilyn, eternamente asesinada
en su sonrisa, luce desposeída y aburrida en su prisión
de cristal. Tan lejos de los reflectores de Hollywood, como también
los campesinos están lejos de los murales de Diego Rivera. La
foto --que supongo envidiaría Louise Lawler-- no solamente muestra
la domesticación del arte en este set de muebles neocoloniales
y lámparas de dudosa aristocracia criolla. Hace visible la naturaleza
de una contradicción que se vive como pan cotidiano. No, como
romántica y demagógicamente quisiéramos, la de
una indecisión entre el pasado y el futuro, entre la pobreza
y el desarrollo. No los tropiezos de una transición, sino una
herida en el imaginario social que se abre más y más porque
el discurso oficial pretende cerrarla.
He aquí los indígenas revolucionarios, en nombre de los
cuales todavía se gobierna en México, pero que son la
peor pesadilla de ese mismo gobierno. Éste es el México
que la imagen higienizada y narcótica de la cultura nacional
no alcanza a comprender, y por eso elimina. El México de una
creciente incomprensión y un incontrolable descontento. ¿Dónde
quedó el país surrealista? ¿Dónde el realismo
mágico?
De todo aquello sólo queda hoy una vergüenza. La cultura
mexicana tendrá que ser fiel a esa rabia, o no merece ser más.
|