La frontera norte de
México es una de las franjas más vigiladas del planeta.
En las noches las luces de los helicópteros barren el desierto
alambrado y, bajo tierra, los policías pasean sus linternas sobre
las aguas negras (aunque los caños del drenaje han sido enrejados,
son muchos los mexicanos que logran llegar a Estados Unidos por el camino
de las ratas). En California campea un clima de segregación;
East L.A. es la segunda ciudad mexicana y el guacamole es ya la segunda
botana consumida durante el domingo de superbowl, pero el trabajador
indocumentado recibe el nombre de la bestia que infundió el espanto
en el espacio exterior; es un alien.
La propuesta 187 del gobernador Pete Wilson, que priva de derechos
a quienes viven en California sin papeles en regla, revela la función
de las aduanas en la era del libre comercio y del apartheid: el contrabando
de mercancías carece de interés; lo importante es detener
a la raza.
Durante décadas la frontera fue un territorio de libertad para
la imaginación norteamericana. En las novelas de Chandler o las
road-movies los fugitivos con suficiente carisma para salvarse iban
a México, ese refugio con crepúsculos anaranjados y melancólicas
guitarras.
Los escritores que planean evasiones suelen confiar en una zona de
salvación. Para Adolfo Bioy Casares, Uruguay es el país
adonde conducen las balsas y los túneles de escape; al otro lado
del río está la playa, el precario paraíso donde
los héroes se reponen de la aventura. Se trata, sin duda, del
mejor homenaje que puede recibir una nación vecina.
En los cines de mi infancia sentía orgullo de pertenecer al
país que asilaba a los forajidos. Cuando el FBI o el sheriff
del condado acosaban a un protagonista que vivía según
su propio código de honor --más humano y severo que las
leyes que violaban--, los guionistas recurrían a su remedio favorito:
la frontera.
En The Electric Kool-Aid Acid Test Tom Wolfe adapta esta zaga del escape
a la psicodelia: Timothy Leary huye para fundar una especie de Club
Med de la mente en las playas de Zihuatanejo. Del lejano oeste LSD México
fue visto como zona franca y permisiva. Los desertores de la guerra
de Vietnam solían llegar con el canónico signo de peace
and love en el cuello y un botón en la camisa: God is alive and
well and living in Mexico.
Sin embargo, cuando el chevy o el caballo desaparecían tras
una nube de polvo la pantalla era cubierta por un letrero en español:
"unos días después, la policía mexicana capturó
a los criminales". La Secretaría de Gobernación no olvidaba
sus tareas de vigilancia: los sueños de ilegalidad no podían
triunfar, ni siquiera en el oscuro recinto donde se comen palomitas.
Lo que para Hollywood era el último refugio, para los ciudadanos
del águila y la serpiente se parecía a los anhelos del
gobernador Pete Wilson: un desierto sin salida.
Aquellas tardes de cine fueron una pedagogía similar a la del
método Ludovico de Naranja mecánica. Mis ojos podían
saturarse de naufragios, tarántulas y acrobacias de electrocutados,
pero en la vida real había que actuar con cautela; afuera nos
aguardaba un país lento, donde las mujeres debían ver
el piso. La primera generación sobreinformada por la cultura
de masas se enfrentó a una sociedad donde la franqueza era un
síntoma de disidencia. Al finalizar el siglo la década
de los sesenta aparece como la dorada arcadia en la que todo fue posible,
sin embargo, México estuvo lejos de ser un vivero de la tolerancia
y la apertura. La Era de Acuario ocurrió en la televisión,
donde los programas podían sintonizarse como ventanas a cielos
lejanos. Mis amigos y yo cantábamos Eleanor Rigby (con acento
involuntariamente escocés) pero nuestros maestros de civismo
y los curas locales, es decir, los educadores jacobinos y la Iglesia,
compartían la creencia de que lo nuevo y lo ajeno eran bichos
peligrosos. Estaba bien ver un póster de Twiggy, pero la Mexicana
Perfecta debía comer más y tener al menos tres capas de
tela que la separaran del mundo. Aprendí a leer en un país
de rigores donde el gobierno tenía razón desde 1929, lo
"social" eran fotografías de fiestas en los periódicos,
las mujeres podían besar ante la mirada testimonial y agónica
de un Cristo y la ciudad de Guadalajara contribuía a la jurisprudencia
y a la peluquería con una ley que prohibía las melenas.
Made in México, Rubén Ortíz Torres, 1991. Fotografía
de la Galería Jan Kesner, Los Angeles
La esquizofrenia entre información y comportamiento, entre la
libertad de la mirada y el control de la opinión, es una de las
claves para entender los desfases y el afán compensatorio de
la cultura mexicana de los últimos años. La angustia de
estar al margen, en permanente retraso, hizo que se valorara en exceso
la necesidad de imitar a Hollywood o Woodstock. Las versiones oriundas
del cine de nouvelle vague, las novelas beat, los festivales entre el
lodo y la alta tensión, ocurrieron tarde y muchas veces mal,
pero fueron celebrados como si al fin se cumpliera el desafío
con que Octavio Paz culmina El laberinto de la soledad, ser "contemporáneos
de todos los hombres".
Si los fugitivos del sueño norteamericano buscaban en México
un país genuino, la utopía del atraso, el territorio pintoresco
donde, según Kerouac, hasta los policías son corteses;
los fugitivos del sueño mexicano, en cambio, vieron en la literatura
y en la contracultura norteamericanas puertas de liberación.
Estas fantasías recíprocas sin duda revelan las mejores
tentaciones que despierta una frontera: el deseo de cruzar, indagar
lo otro, transgredir.
De Quetzalcóatl a Pepsicóatl
No es extraño que en la narrativa mexicana de fin de siglo privilegie
el extremo norte del territorio para discutir tanto la influencia de
una cultura que siempre parece llegar tarde como la construcción
de una nueva identidad. ¿Permanece incólume el espíritu
local cuando trabaja doce horas en una maquiladora y descansa los fines
de semana en un shopping-mall? ¿En qué medida la frecuentación
de lo ajeno borra agravios históricos y obliga a exclamar en
espanglés, como un personaje de Luis Humberto Crosthwaite: "Do
you remember Juan Escutia?"
En el episodio "De Quetzalcóatl a Pepsicóatl" (Tiempo
mexicano), Carlos Fuentes se sirve de la leyenda de la Serpiente Emplumada
para indagar la identidad nacional. Quetzalcóatl, el más
culto y benigno de los dioses prehispánicos (conocido como Kukulkán
en territorio maya), sostuvo una intensa lucha con sus colegas del cielo
azteca. Tezcatlipoca, Señor de la Fatalidad, encontró
un dispositivo para vencer al dios ilustrado: lo obligó a verse
en un espejo. Quetzalcóatl desconocía su aspecto de serpiente
emplumada; horrorizado de sí mismo decidió abandonar a
su pueblo. Para Fuentes esta imagen funda el desafío de nuestra
identidad. Mientras no aceptemos nuestro rostro en el espejo tendremos
que seguir huyendo.
Quetzalcóatl prometió regresar por el oriente, y los
hombres de barbas, armaduras, calvicie y zapatillas que desembarcaron
en Veracruz en 1519 lucían suficientemente exóticos para
ser enviados del dios prófugo. Una de las grandes paradojas de
la conquista que se inicia como un combate contra la parte rechazada.
Octavio Paz ha señalado que el aislamiento cultural de los pueblos
prehispánicos era tan extremo que desconocían la idea
del Otro, del extranjero con absoluta alteridad social y religiosa.
Más sencillo les resulta asimilar una zona adversa de su propia
cultura: Quetzalcóatl en busca de su segundo acto.
De La querella de México (1915) de Martín Luis Guzmán
al Laberinto de la soledad (1950) de Octavio Paz, el ensayo mexicano
intenta construir la identidad nacional y estudia los signos todavía
frescos de las gestas de origen (la Independencia, la Revolución).
Como en el café turco, la lectura de los restos tiene una función
oracular: lo que queda se convierte en profecía. El pasado como
explicación del futuro. Las búsquedas de símbolos
atávicos, de un Ur-Zeit, tienen un común denominador:
bajo las sucesivas máscaras de los aztecas, los españoles
y la modernidad existe un rostro verdadero. El presupuesto de la indagación
es que hay una identidad unívoca, distinguible, que nos separa
del resto de los hombres, un equivalente del "alma rusa" que transmigra
de los personajes de Dostoyevski a los de Solzhenitsyn.
En Posdata Paz fue de los primeros en matizar las exploraciones nacionalistas:
no hay una ontología nacional, como no hay un Mexicano Ideal,
capaz de ser típico para sí mismo.
En la literatura mexicana contemporánea predomina una concepción
pulverizada, dispersa, múltiple, híbrida, de la identidad.
Resulta ocioso buscar el rostro primigenio e inmutable, al contrario,
las diversas máscaras, de Tenochtitlan a Chiapas, de las caretas
emplumadas de los Caballeros Águila al pasamontañas del
subcomandante Marcos, son identidad.
En nuestro fin de siglo Quetzalcóatl ha dejado de ser un arquetipo
para actuar como los replicantes de Blade Runner; puede ser cualquiera
de nosotros; sus muchos rostros ya no caben en el espejo humeante de
Tezcatlipoca; se reflejan en las pantallas y los hologramas de la realidad
virtual; su aspecto depende de las circunstancias que lo informan.
El dios-replicante enfrenta un territorio donde se hablan 56 lenguas
indígenas, donde la Iglesia católica es cada vez más
activa (en su doble vertiente del clero represor y el clero rebelde)
y donde los yuppies creyeron que el Tratado de Libre Comercio era un
programa de viajero frecuente al Primer Mundo. Esta multiplicidad produce
numerosas identidades, todas ellas mexicanas y todas ellas provisionales.
Como demuestra cualquier matrimonio mexicano en su disputa por la custodia
del control remoto del televisor, la cultura extranjera más presente
en los hogares es la de Estados Unidos. ¡Bienvenidos al reino de
Pepsicóatl!
Luis Humberto Crosthwaite (Tijuana, l962) supo ver el verdadero "encuentro
de dos mundos" que ocurrió en l992; mientras las empolvadas academias
recordaban cinco siglos de Conquista, Crosthwaite escribía la
novela La luna siempre será un amor difícil, donde un
soldado de fortuna del siglo XVI llega al México del Tratado
de Libre Comercio y termina trabajando en una maquiladora de Tijuana.
La metáfora es nítida: el radical encuentro de dos mundos
no sólo ocurrió en la Historia lejana sino también
ayer, y tiene un escenario primordial: la frontera.
¿Qué pasaportes expide la literatura a las identidades
escindidas, dispersas, de la nueva nación mexicana, y con qué
visa acepta a los que vienen del otro lado? En un relato excepcional,
Marcela y el rey, Crosthwaite recicla un mito norteamericano y lo devuelve
de contrabando a Estados Unidos. La leyenda de que Elvis Presley sigue
vivo ha provocado toda clase de excesos, desde los concursos de dobles
del Rey del Rock & Roll hasta las llamadas a estaciones de radio
de quienes creen haberlo visto en la sección de helados de un
7-Eleven a las tres de la madrugada. En el cuento de Crosthwaite el
fantasma aparece en Tijuana. Elvis atraviesa por una etapa melancólica,
entre otras cosas porque nadie lo reconoce (en todo caso le dicen que
se parece un poco al cantante de Love me Tender). Cuando conoce a Marcela,
una roquera que canta con intensa autenticidad, recupera el ánimo
y decide regresar a Estados Unidos. Pero los fantasmas no usan pasaporte
y tiene que hacerlo por la vía ilegal, a la manera de un espalda
mojada. En un final de estruendo, el Rey del Rock & Roll es perseguido
por los helicópteros de la migra y, bajo los reflectores, se
cree en un concierto de Las Vegas. El trágico aislamiento de
los célebres adquiere un sesgo aún más dramático:
el mito se transforma en un indocumentado.
Zona para redefinir señas de identidad, la frontera también
es el escenario del volumen de relatos Embotellado de origen, de Rosina
Conde (Tijuana, l954). El título es una irónica interpretación
de la vida junto al río Bravo. En una región que se caracteriza
por las mezclas y los más barrocos sincretismos, Rosina Conde
encuentra una rara prueba de autenticidad: "A Tijuana le decían
la Ciudad de los Perfumes, y mucha gente no nada más venía
a Tijuana para reventarse, sino para comprar perfumes. Porque había
de todo el mundo, y más barato, además de que son embotellados
de origen. Porque en San Diego los consiguen pero embotellados en Nueva
York." La paradoja de un lugar de paso, donde todas las cosas vienen
de lejos, es que lo que allí se consigue es genuino. Las fronteras
se desmarcan del país al que pertenecen; las normas se desgastan
antes de llegar a esa orilla donde siempre hay otro modo de hacer las
cosas.
Una lógica une a los puertos: están construidos hacia
afuera, para mirar lo que llega y desaparece. Algo similar ocurre con
las fronteras de tierra adentro; estaciones del nomadismo, viven de
lo que cruza por sus calles. Sería grotesco preguntar "qué
se produce en Tijuana"; ahí los perfumes son mejores porque han
encontrado un atajo para llegar intactos desde su origen. El escenario
--un enredijo de neón, polvo, locales eternamente provisionales--,
puede parecer inverosímil, pero lo que se trafica es genuino,
no se somete a las convenciones de las ciudades "fijas".
El paisaje fronterizo es tan mudable que rara vez sobredetermina a
sus habitantes. Si la Ciudad de México aplasta con su peso de
siglos e impone códigos tan intrincados como las flechas de sus
calles, Tijuana tiene la levedad de los campamentos, un espacio donde
todo apunta a lo transitorio y la costumbre es algo que se improvisa
de hora en hora.
Sin embargo, el margen de libertad que otorga la frontera puede llegar
a un extremo perturbador: la pérdida de horizonte. Federico Campbell
(Tijuana, l941) explora esta desorientación en el relato "Los
Brothers" (incluido en Tijuanenses). Desde su novela Todo lo de las
focas, Campbell se interesó por las criaturas anfibias, que comunican
dos realidades. En apariencia, la trama de "Los Brothers" no tiene que
ver con la frontera: dos tijuanenses se encuentran en la Ciudad de México
y visitan las ruinas de Tula. El relato alude a diversas formas de orientación
(el método de "reloj" de los pilotos japoneses, un barco en su
inevitable ruta de colisión, las patrullas en las carreteras)
y deriva su tensión interior de sus muchos niveles de desplazamiento.
Después de comprar un souvenir (una cariátide en miniatura),
el narrador se extravía en una población miserable donde
atropella a un hombre que parece salido de una caverna; acelera para
salir del arrabal, quiere vencer el espacio con el movimiento. En vano:
la Historia que no lo alcanzó en el bastión de los toltecas
lo alcanza en el presente; el "otro" México lo perturba, devolviéndolo
a su vida devastada por la soledad, al final donde, en la búsqueda
de un último contacto entrañable, mete la mano en el zapato
de la mujer que lo abandonó.
¿Qué tiene que ver la trama con el origen de los personajes?
El logro de Campbell consiste en transformar a la frontera, de categoría
geográfica en categoría psicológica; en cualquier
sitio hay una región limítrofe interior, una Tijuana de
la mente que nos condena a avanzar sin brújula.
Al igual que Campbell, Daniel Sada (Mexicali, l953) inventa fronteras
portátiles. El asombro que suscitan sus escenarios se debe, en
buena medida, a que el híbrido de culturas ocurre en pleno despoblado.
Lejos de toda pretensión telúrica, Sada transforma al
desierto en un improbable escenario de la modernidad; sus vastas extensiones
presuponen las ciudades, las huellas que vienen de lejos: en una hondonada
se captan señales de la radio, voces perdidas de locutores mexicanos
o norteamericanos. Su estrategia es equivalente a la del poeta Fabio
Morábito en Lotes baldíos, que define una ciudad por sus
huecos. Si en La región más transparente (l958) Fuentes
ensayó el fresco de conjunto, la metrópoli como protagonista
de la novela, en sus poemas urbanos Fabio Morábito encuentra
una zona simbólica, los vacíos donde la ciudad se organiza
de otro modo. Algo similar ocurre en los baldíos de Sada: el
desierto implica un entorno, allí todo ocurre por excepción,
cuando los personajes se ven forzados a cruzar las tierras de nadie.
En gran medida los hombres se explican en el desierto por lo que dejaron
fuera. Esto distingue a Sada de la narrativa rural: sus parajes sólo
se explican por las carreteras, las ciudades, el lenguaje, la cultura
que los circunda. En Registro de causantes, Una de dos o Lampa vida,
la apropiación del paisaje campirano revela por inferencia --en
su radical vacío-- lo que ocurre en otras partes: como los lotes
baldíos de Morábito, los desiertos de Sada son huecos
donde la vida moderna opera en ausencia.
Heredero tanto del romance español como del corrido mexicano,
Daniel Sada urde historias en métrica y no escatima octosílabos
en spanglish para narrar un partido de beisbol: "batazos por todas partes...
líneas de jit y jomrones... flais contra el sol engañosos".
Su cuento "Cualquier altibajo" (de Registro de causantes) ofrece una
original variante del beisbol: el desierto se convierte en una cancha
y el juego en un espectáculo curiosamente agrario. La mitología
de los peloteros norteamericanos encarna en jugadores que "en lugar
de espais calzaban unas botas viboreras para barrerse mejor". Al final
del relato la pelota se extravía entre los cactus y el encargado
de recogerla decide seguir de frente, hacia otra cancha: la tierra de
huizaches donde lo espera su compadre con una botella de sotol.
Un sugerente desafío de la narrativa consiste en determinar
la trama a partir de personajes ausentes. Cortázar se refirió
a la noción de "figura" para describir los dibujos secretos que
constelaban a sus personajes. Con excesiva frecuencia, comprobamos que
nuestra suerte se decide por cosas que pasan en sitios donde no estamos.
El desierto es una región ideal para trabajar con lo que afecta
sin tener presencia. Un caso ejemplar de este procedimiento es el relato
"La guitarra", de Jesús Gardea, que narra la obsesión
de un pueblo minero. Cuando la guitarra se pierde se genera una tensión
fulminante, que parece excesiva hasta que el lector entiende el valor
simbólico del objeto perdido: en la soledad de las minas la guitarra
cumple una función mediadora, es lo único que sirve para
recordar el cuerpo de las mujeres. Al igual que Sada, Gardea potencia
en su desierto la vida que quedó fuera, y la intensidad del relato
deriva de esa carencia.
La frontera también se desplaza en el tiempo; uno de los mapas
más radicales de ese territorio por venir es Cristóbal
Nonato, de Carlos Fuentes. Una vez más el autor de Tiempo mexicano
vuelve al tema de la identidad, sólo que en este caso se trata
de una identidad virtual. l992, el año del V Centenario, es concebido
como un futuro lejano en el que por primera vez gobierna la oposición
(el conservador Partido de Acción Nacional) y donde se han redefinido
los límites de la nación: la impagable deuda externa obligó
a regalar el golfo a las Siete Hermanas petroleras y la península
de Yucatán al Club Mediterranée. Por si fuera poco, el
norte de México y el sur de Estados Unidos se independizan en
un tercer país: Mexamérica. En la novela se habla ánglatl,
espanglés y angloñol, y lo cómico pacta con el
apocalipsis, el carnaval con la tragedia. En este estrambótico
"futuro pasado" se celebra un concurso: el primer niño que nazca
el l2 de octubre de l992, 500 años después del descubrimiento
de América, recibirá las llaves de la ciudad. El nuevo
Cristóbal reposa en el vientre de su madre, rumbo a su histórico
nacimiento, pero se entera del mundo que lo rodea, la placenta es una
burbuja tan informada como una cabina de CNN. En Cristóbal Nonato
la fusión y confusión de culturas tiene un tinte simultáneo
de nacimiento y fin de mundo; de acuerdo con Adolfo Castañón,
se trata de "una profecía acerca de la destrucción de
la espiritualidad mexicana y de sus valores intrahistóricos.
Una profecía desesperada, nutrida por una pulsión de muerte,
guerra, violencia, subversión, amenaza y catástrofe recorre
el cuerpo de esta novela donde se reitera una antigua obsesión
de Carlos Fuentes: la norteamericanización mexicana como vietnamización
de México".
La narrativa ha ofrecido respuestas múltiples a los retos de
la frontera norte (la del sur parece disolverse en la semejanza); al
margen de toda pretensión documental o antropológica,
inventa líneas para que se toquen los extremos, y una vez trazada
la demarcación busca modos de transgredirla. También en
la narrativa las bardas existen para que la pelota vuele al otro lado.
Pero la noción de fronteras también desempeña
un papel dentro de la literatura; hay un correlato singular entre la
preocupación por los híbridos culturales de nuestro fin
de siglo y la adopción de formas mestizas, de género sin
género o, para decirlo con Julio Ramón Ribeyro, de prosas
apátridas.
La crónica, una frontera interior
Una de las más eficaces combinaciones de la narrativa mexicana
se cumple en el uso simultáneo de recursos del periodismo y la
literatura. En buena medida la novela ha suplido las carencias de la
prensa. Hasta 1968 en las salas de redacción vibraban los télex
de todo el mundo, pero el objeto favorito era la goma de borrar; abrumados
por la censura y la mojigatería los periodistas descubrieron
que su misión profunda era controlar la desinformación.
De acuerdo con Carlos Monsiváis, su truco de oficio consiste
"no en proporcionar información crítica sino en ocultar
su ausencia".
La censura directa se reforzó con el control estatal del papel
periódico. En l935 el presidente Lázaro Cárdenas
creó el monopolio (PIPSA) que permite chantajear con la materia
prima a los insumisos.
El atraso educativo contribuye a explicar la falta de un periodismo
crítico. El descubrimiento esencial del coronel José García
Valseca, el William Randolph Hearst mexicano, consistió en detectar
que nuestros periódicos son para los que no leen. En l972 era
dueño de 32 diarios, 36 rotativas en color, 64 en blanco y negro
y 23 edificios de periódicos, gracias al apoyo de un público
convencido de que el alfabeto es lo que está al pie de las fotos
o en los globitos de las caricaturas.
La publicidad ha sido otra forma de manipulación; los reporteros
compensan sus salarios de hambre con el 8% de los anuncios de su fuente.
Así, el sistema de tráfico de influencia que ha caracterizado
los 65 años del partido en el poder recorre las rotativas y las
salas de prensa.
El suministro del papel, el analfabetismo y el clientelismo publicitario
son los factores sutiles de un sistema de presiones que no ha vacilado
en recurrir al asesinato o a los titulares dictados desde la Secretaría
de Gobernación, que en forma apropiada se encuentra en Bucareli,
a unos metros de los principales diarios.
Cuando las manecillas del Reloj Chino marcan las cinco de la madrugada
la avenida Bucareli se llena de ciclistas. ¿Qué noticias
llevan en las pilas que transportan con habilidad de funámbulos?
Hasta 1968 no se necesitaba la sagacidad de Noam Chomsky para estudiar
nuestra censura, el país en su conjunto era un experimento controlado
en supresión de la información. El movimiento estudiantil
fue reprimido en la Plaza de las Tres Culturas con una brutalidad que
anticipó a Tiananmen; sin embargo la prensa elogió con
voz unánime la firmeza del gobierno para impedir la infiltración
de "fuerzas extrañas" (el conocido expediente de la conjura comunista,
con una nota de realismo mágico: los rusos, no contentos con
invadir Checoslovaquia, querían sabotear nuestros Juegos Olímpicos).
Una vez más, el diablo venía de fuera y no traía
visa.
1968 señala el tránsito del control absoluto de la prensa
a espacios progresivamente libres. Ese mismo año Julio Scherer
asume la dirección del Excélsior y se convierte en el
principal impulsor del periodismo crítico. Su salida del diario
en l976, por presiones del gobierno, condenó a su equipo a la
dispersión pero tuvo el efecto secundario de abrir otros espacios
(los periódicos unomásuno y La Jornada, las revistas Proceso
y Vuelta).
El 1 de enero de l994 el Ejército Zapatista de Liberación
Nacional inició una revuelta cuyo principal frente de lucha es
la comunicación. La inmensa cobertura de los medios y la habilidad
verbal del subcomandante Marcos han permitido que se libre la primera
guerra virtual de nuestra historia. En l968, cuando la gente de mi edad
aprendía la ardua conjugación del verbo "degollar", la
disidencia se reprimía con causas inventadas a discreción
por los periodistas. Ahora sí se necesita la sagacidad de Chomsky
para descubrir encubrimientos, que muchas veces involucran a la prensa
mundial; de acuerdo con la investigadora canadiense Joyce Nelson, durante
la campaña en favor del Tratado de Libre Comercio (octubre de
l990 a diciembre de l993) la compañía Burson Marstellers,
especialista en crisis de credibilidad, recibió ocho millones
de dólares del gobierno mexicano para mitigar noticias sobre
derechos humanos, problemas económicos y distribución
de la riqueza provenientes de México.
La verdad ha aumentado sus cuotas en la prensa mexicana gracias a factores
que van de la relativa apertura del gobierno a la creciente globalización
de las noticias, pasando por las presiones de la sociedad civil y el
invento de nuevas tecnologías (el fax no sólo volvió
obsoletos a los embajadores sino que permitió que el principal
medio de comunicación en los sistemas autoritarios, el rumor,
adquiriera rango escrito). De cualquier forma, el periodismo sigue siendo
un trabajo de alto riesgo, especialmente en la provincia.
Todo mexicano conoce los tres-temas-que-fomentan-el-silencio: la Virgen
de Guadalupe, el Presidente y el Ejército. Sólo en la
literatura los tres jinetes negros han mordido el polvo. En l929 Martín
Luis Guzmán funde en una trama la sucesión presidencial
de 1923 y el asesinato del general Serrano de l927, y ofrece un retrato
maestro de la política mexicana, La sombra del caudillo; los
sucesos del 68 obtienen su mejor registro en La noche de Tlatelolco
de Elena Poniatowska y Los días y los años de Luis González
de Alba; el crimen en la alta burguesía y la ineficiencia policiaca
son revelados por Vicente Leñero en Asesinato y Ricardo Garibay
recrea el infierno entre las doce cuerdas de boxeo en Las glorias del
Gran Púas.
Sin embargo, los principales méritos de la crónica no
son documentales, como toda escritura creativa escapa a la servidumbre
de la realidad. Más allá de su interés contingente
(revelar lo que no pudo decirse en la prensa), la literatura sin ficción
puede reclamar para sí numerosas rupturas formales. Muchas narices
se arrugan ante una renovación "desde abajo", pero no es otra
cosa lo que ha ocurrido. En su introducción a la antología
El nuevo periodismo Tom Wolfe afirma que la crítica no entendió
a los "bárbaros" que llegaban a la pradera de Bellow, Roth y
Updike; como futbolistas superados por sorpresa, los académicos
gritaron: "¡árbitro, esa jugada es ilegal!" Mezcla de la
verdad y del irrenunciable afán de alterarla, la crónica
surgió como el género salvaje de fin de siglo .
Toda novedad tienen una larga historia; podemos leer la Biblia como
un caso trascendental de nuevo periodismo, la conquista del Nuevo Mundo
como la dominación textual lograda por sus cronistas y la obra
de Daniel Defoe como la refundación simultánea de la novela
(Robinson Crusoe) y la novela sin ficción (El año de la
peste). La crónica es el ornitorrinco de la prosa; su simbiosis
se remonta a tiempos lejanos y perturba al ocupar nuevos paisajes. El
híbrido de literatura y testimonio hizo que los doctores de la
letra sintieran un hueco en el estómago, el ornitorrinco nadaba
en su alberca.
En la academia el nuevo periodismo tiene un pedigrí incierto
y suele ser relegado al club de la neurosis, se trata de "literatura
bajo presión", la harina de los desesperados que no paran de
fumar y necesitan reunir diez mil palabras para pagar la renta. Mientras
tanto, de Norman Mailer a Gabriel García Márquez, de Salman
Rushdie a Ryszard Kapuscinki, de Martin Amis a Mario Vargas Llosa, la
literatura se renueva al absorber testimonios, entrevistas, noticias,
vientos cargados de arena.
¿Qué cambios específicos trajeron los escritores
dispuestos a investigar sus historias como reporteros de nota roja?
De acuerdo con George Steiner, el primer gesto literario es la mentira,
el deseo de corregir la realidad. Criticar el mundo, ofrecer un espacio
alterno, son presupuestos del ejercicio literario. La paradoja de A
sangre fría, Los ejércitos de la noche, En Patagonia,
El emperador y otras narraciones sin ficción es que también
asumen el reto de reinventar, desordenar, refutar lo real.
En cierto sentido, la zambullida en los datos y la información
compensa y redefine el desarrollo que había tenido la narrativa.
Las tentativas más radicales de la prosa en la primera mitad
del siglo fueron excepcionales poemas de la conciencia: Ulises, En busca
del tiempo perdido, El hombre sin atributos, La muerte de Virgilio,
Molloy, Al faro, La conciencia de Zeno. La novela moderna o el triunfo
de la subjetividad, la vida de la mente tan apreciada por monsieur Teste.
En el congreso "Creatividad, educación y cultura", celebrado
en Venecia en l978, Ítalo Calvino reflexionó sobre el
esforzado descubrimiento del "yo" en la literatura. En un principio
la misma idea de autoría resultaba sospechosa (el escritor recurría
al anonimato, al truco del manuscrito "hallado" o al seudónimo);
la construcción de la persona-que-narra es un proceso lento;
a fines del siglo XIX y principios del XX el narrador omnisciente, demiurgo
capaz de duplicar el mundo, cede su sitio al punto de vista único,
la tercera persona que representa al lector. El último salto
fue el más audaz: llegar al "yo" narrativo significó una
severa transformación de la lectura; aceptar una primera persona
fingida es una de las grandes conquistas de la imaginación. Calvino
trató de desandar esta ruta con mecanismos autónomos,
que suprimieran la tiranía del yo y lo forzaran a decir algo
inesperado, casi ajeno, convirtiéndolo en su propio autor fantasma.
El cansancio de las formas introspectivas llegó después
de hallazgos como el flujo de la conciencia de Dujardin, Schnitzler
y Joyce, las refutaciones temporales de Faulkner, Broch y Proust, la
identidad entre mundo exterior y paranoia de Kafka y Borges. De acuerdo
con Nabokov, narrar es una operación intelectual con tal rango
de autonomía que la palabra "realidad" sólo puede escribirse
entre comillas.
La aventura de la introspección permitió percibir el
mundo como un perro (Olaf Stapledon), un seno (Philip Roth) o un océano
inteligente (Stanislav Lem). Los límites de esta trayectoria
fueron el solipsismo, la música verbal desprovista de sentido
y el silencio (alcanzados, por lo demás, en l939 con Finnegans
Wake).
Si algo significa el nuevo periodismo es el agitado retorno de la marea
de la objetividad. Como un Victor Hugo de la Quinta Avenida, Tom Wolfe
argumenta que recuperó para la literatura los Grandes Temas de
la política y la historia. Esta consideración le debe
más a la sociología que al arte; no hay asuntos "superiores"
como no hay una estética de lo sublime (con la misma lógica
se podría acusar a la crónica y su relación con
la cultura popular de "estética de la bajeza"). El proyecto espacial
Mercury no es en sí mismo estupendo; sólo gracias a The
Right Stuff sabemos que valía la pena narrarlo, del mismo modo
en que sólo gracias a la Odisea sabemos que valía la pena
el tema, en apariencia más banal, de un hombre que trata de volver
a casa.
La repercusión del nuevo periodismo es más modesta en
lo histórico y más profunda en lo literario. Wolfe, Capote,
Mailer y el círculo de Granta han vuelto a la exterioridad sin
renunciar a los procesos subjetivos; el yo se hundió en la multitud.
La crónica conserva la capacidad de interiorización en
la figura del testigo principal y asimila testimonios ajenos (la famosa
"voz de proscenio" de Tom Wolfe, equivalente moderno del coro griego),
reconstruye lo real con un método que le debe tanto a los gossip-writers
como a la novela Rashomón: toda historia tiene muchas versiones.
La literatura sin ficción ha ejercido una pedagogía digna
del título de los manuales escolares que circulaban en Francia
y España a principios del siglo: Lección de cosas.
Por otra parte, ofreció una peculiar respuesta literaria a la
cultura de masas. En la era de la imagen, Tom Wolfe abre sus crónicas
con un festival de exclamaciones y puntos suspensivos o un párrafo
donde la palabra "hernia" aparece ¡¡¡¡¡(((((57
veces)))))!!!!! Si la pintura respondió a la invención
de la fotografía con el cubismo, el abstraccionismo y otros recursos
ajenos al cuarto oscuro (incluido el hiperrealismo), los juegos tipográficos
brindaron una respuesta óptica a la cultura de la imagen. La
crónica toma prestados recursos de los medios masivos --montaje
cinematográfico, onomatopeyas de los comics, pistas sonoras,
voces de testigos como estaciones de radio perdidas en el éter--
pero lo decisivo es que les da un sesgo específicamente literario.
La técnica de cut-up de Burroughs le debe mucho a la moviola
de edición pero es imposible de adaptar a la pantalla.
Con frecuencia se han exagerado los méritos participativos del
nuevo periodismo. Estar en la línea de fuego importa mucho menos
que el texto. La reciente discusión sobre la autenticidad de
los recuerdos de Jerzy Kosinski durante el nazismo carece de importancia;
el cronista puede atestiguar 27 revoluciones en 55 años como
Ryszard Kapuscinski, convivir con los hooligans como Bill Buford o viajar
con las comodidades de Truman Capote. El sufrimiento y la proporción
de lo "verdadero" funcionan como el excipiente en las medicinas, deben
estar allí pero como elementos inertes. Conviene recordar el
dictum de Oscar Wilde: "la mala poesía siempre es sincera". La
verosimilitud, como el color local, debe ser una ilusión literaria.
En otros idiomas el nuevo periodismo se ha concentrado en las zonas
de conflicto y en las celebridades. ¡Alabemos ahora a los hombres
y los lugares famosos! En América Latina, en cambio, la crónica
prefirió darle voz a quienes no la tienen. Vidal puede escribir
sobre el clan Kennedy, Mailer sobre Marilyn Monroe, Wolfe sobre Natalie
Wood y Amis sobre Madonna con la certeza de que se trata de íconos
mundiales. La obsesión rectora de la cultura norteamericana es
la celebridad. Cuando O. J. Simpson amenazó con volarse los sesos
si la policía se le acercaba las patrullas suspendieron su acoso
y lo escoltaron como a un jefe de Estado. En sentido estricto, el astro
del futbol americano no apuntaba contra su cerebro sino contra su invisible
sustancia de los héroes. Los Ángeles puede aceptar otro
suicidio pero no el fin de una leyenda: el rehén de Simpson era
su fama. En América Latina ni siquiera Pelé podría
lograr un chantaje semejante.
La profecía de Andy Warhol, "en el futuro todo mundo será
famoso durante quince minutos", debe rescribirse para el porvenir mexicano,
donde lo ideal sería ser impune durante quince minutos. Las cosas
más importantes ocurren en el anonimato, el poder se ejerce desde
esferas inescrutables y su disputa es un baile de máscaras: los
tapados que pueden ser candidatos a la presidencia del Partido Oficial
o los rebeldes con pasamontañas en las selvas de Chiapas. Así
las cosas, la crónica mexicana se ha concentrado en llevar al
centro a figuras periféricas. Cuando Vicente Leñero se
enfrenta a la vida del maestro de la radionovela sentimental, Félix
B. Caignet, Ricardo Garibay entrevista a Rubén Olivares, excampeón
mundial de peso pluma, o Carlos Monsiváis recrea la vida del
escritor Salvador Novo, saben que abordan glorias fugitivas, que ya
sólo existirán en la crónica.
Quienes crecimos entre la avalancha de la cultura de masas y la cultura
del secreto y el confesionario encontramos en la crónica nuestra
frontera personal, la fórmula para mezclar lo público
y lo privado. Lo que se decía en voz baja, las historias condenadas
al olvido o a la vaga supervivencia del rumor encontraron su lugar de
residencia. Los ilegales del nuevo periodismo mexicano fijan lo evanescente,
desvían los reflectores a personajes y sitios inéditos,
invierten los términos de lo verdadero (la única hipótesis
descartable: la oficial). En un país sin lectores los cronistas
comprueban la urgencia de sus palabras: La noche de Tlatelolco de Elena
Poniatowska ya rebasa las cincuenta ediciones y Carlos Monsiváis
es una agencia de prensa de un solo hombre.
La censura provocó que los libros se ocuparan de temas proscritos
en la prensa, aunque no siempre por tratarse de asuntos "candentes";
la monumental obra de Fernando Benítez, Los indios de México,
aborda destinos que ni siquiera merecían la prohibición,
simplemente estaban fuera de repertorio; las 56 lenguas indígenas
que se hablan en México eran tan desconocidas como el copto o
el arameo.
Son muchas las bondades de la crónica pero también conviene
delimitar su horizonte, sobre todo cuando se propone hablar por los
olvidados, los pueblos sin voz que al fin reciben una gramática
de emergencia. Aunque este afán vicario ha dado obras como las
de Benítez y muchas veces surge del genuino interés de
superar la injusticia, los resultados suelen estar más cerca
del autor que de los condenados que pretende redimir. En ocasiones la
"oralidad rescatada" es el nombre políticamente correcto del
colonialismo intrahistórico. Como en todo, en la crónica
hay matices, miradas divergentes, que van del respetuoso oído
del amanuense al cinismo del que busca viajar con gasolina prestada.
Conviene recordar que en México la ficción ha superado
con creces a las grabadoras de los etnólogos. La más exacta
representación de un pueblo expulsado de la historia, la insuperada
fábula del despojo, es una novela de corte fantástico:
Pedro Páramo.
En un país antidemocrático solemos confiar demasiado
en las energías surgidas "desde abajo", en el complejo cruce
de iniciativas que llamamos "sociedad civil". La crónica registra
tanto el espontaneísmo colectivo como los escalones solitarios
que llevan a los sótanos del presente. Sus debilidades derivan
de aceptar el rutinario favor de las causas "correctas", de someterse
a programas, imperativos o agendas ideológicos y su fuerza de
renovar, no las noticias de la mañana, sino las posibilidades
de la imaginación y del lenguaje.
La crónica o la novela sin ficción dependen de la noción
de "frontera", pero sobre todo, del arte de cruzarla. A medida que la
mentalidad de fortaleza se arraiga en los territorios que temen a los
bárbaros, pocos estímulos pueden ser tan sugerentes como
la mezcla de géneros y culturas. El nuevo periodismo ha dotado
a la literatura de la ambigua identidad que las road-movies le conferían
a México un lugar de escape, el desierto donde los ilegales tienen
su oportunidad.
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