Mexicamérica: La frontera de los ilegales.

La literatura y la frontera.

Juan Villorio


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La frontera norte de México es una de las franjas más vigiladas del planeta. En las noches las luces de los helicópteros barren el desierto alambrado y, bajo tierra, los policías pasean sus linternas sobre las aguas negras (aunque los caños del drenaje han sido enrejados, son muchos los mexicanos que logran llegar a Estados Unidos por el camino de las ratas). En California campea un clima de segregación; East L.A. es la segunda ciudad mexicana y el guacamole es ya la segunda botana consumida durante el domingo de superbowl, pero el trabajador indocumentado recibe el nombre de la bestia que infundió el espanto en el espacio exterior; es un alien.

La propuesta 187 del gobernador Pete Wilson, que priva de derechos a quienes viven en California sin papeles en regla, revela la función de las aduanas en la era del libre comercio y del apartheid: el contrabando de mercancías carece de interés; lo importante es detener a la raza.

Durante décadas la frontera fue un territorio de libertad para la imaginación norteamericana. En las novelas de Chandler o las road-movies los fugitivos con suficiente carisma para salvarse iban a México, ese refugio con crepúsculos anaranjados y melancólicas guitarras.

Los escritores que planean evasiones suelen confiar en una zona de salvación. Para Adolfo Bioy Casares, Uruguay es el país adonde conducen las balsas y los túneles de escape; al otro lado del río está la playa, el precario paraíso donde los héroes se reponen de la aventura. Se trata, sin duda, del mejor homenaje que puede recibir una nación vecina.

En los cines de mi infancia sentía orgullo de pertenecer al país que asilaba a los forajidos. Cuando el FBI o el sheriff del condado acosaban a un protagonista que vivía según su propio código de honor --más humano y severo que las leyes que violaban--, los guionistas recurrían a su remedio favorito: la frontera.

En The Electric Kool-Aid Acid Test Tom Wolfe adapta esta zaga del escape a la psicodelia: Timothy Leary huye para fundar una especie de Club Med de la mente en las playas de Zihuatanejo. Del lejano oeste LSD México fue visto como zona franca y permisiva. Los desertores de la guerra de Vietnam solían llegar con el canónico signo de peace and love en el cuello y un botón en la camisa: God is alive and well and living in Mexico.

Sin embargo, cuando el chevy o el caballo desaparecían tras una nube de polvo la pantalla era cubierta por un letrero en español: "unos días después, la policía mexicana capturó a los criminales". La Secretaría de Gobernación no olvidaba sus tareas de vigilancia: los sueños de ilegalidad no podían triunfar, ni siquiera en el oscuro recinto donde se comen palomitas. Lo que para Hollywood era el último refugio, para los ciudadanos del águila y la serpiente se parecía a los anhelos del gobernador Pete Wilson: un desierto sin salida.

Aquellas tardes de cine fueron una pedagogía similar a la del método Ludovico de Naranja mecánica. Mis ojos podían saturarse de naufragios, tarántulas y acrobacias de electrocutados, pero en la vida real había que actuar con cautela; afuera nos aguardaba un país lento, donde las mujeres debían ver el piso. La primera generación sobreinformada por la cultura de masas se enfrentó a una sociedad donde la franqueza era un síntoma de disidencia. Al finalizar el siglo la década de los sesenta aparece como la dorada arcadia en la que todo fue posible, sin embargo, México estuvo lejos de ser un vivero de la tolerancia y la apertura. La Era de Acuario ocurrió en la televisión, donde los programas podían sintonizarse como ventanas a cielos lejanos. Mis amigos y yo cantábamos Eleanor Rigby (con acento involuntariamente escocés) pero nuestros maestros de civismo y los curas locales, es decir, los educadores jacobinos y la Iglesia, compartían la creencia de que lo nuevo y lo ajeno eran bichos peligrosos. Estaba bien ver un póster de Twiggy, pero la Mexicana Perfecta debía comer más y tener al menos tres capas de tela que la separaran del mundo. Aprendí a leer en un país de rigores donde el gobierno tenía razón desde 1929, lo "social" eran fotografías de fiestas en los periódicos, las mujeres podían besar ante la mirada testimonial y agónica de un Cristo y la ciudad de Guadalajara contribuía a la jurisprudencia y a la peluquería con una ley que prohibía las melenas.

Made in México, Rubén Ortíz Torres, 1991. Fotografía de la Galería Jan Kesner, Los Angeles

La esquizofrenia entre información y comportamiento, entre la libertad de la mirada y el control de la opinión, es una de las claves para entender los desfases y el afán compensatorio de la cultura mexicana de los últimos años. La angustia de estar al margen, en permanente retraso, hizo que se valorara en exceso la necesidad de imitar a Hollywood o Woodstock. Las versiones oriundas del cine de nouvelle vague, las novelas beat, los festivales entre el lodo y la alta tensión, ocurrieron tarde y muchas veces mal, pero fueron celebrados como si al fin se cumpliera el desafío con que Octavio Paz culmina El laberinto de la soledad, ser "contemporáneos de todos los hombres".

Si los fugitivos del sueño norteamericano buscaban en México un país genuino, la utopía del atraso, el territorio pintoresco donde, según Kerouac, hasta los policías son corteses; los fugitivos del sueño mexicano, en cambio, vieron en la literatura y en la contracultura norteamericanas puertas de liberación. Estas fantasías recíprocas sin duda revelan las mejores tentaciones que despierta una frontera: el deseo de cruzar, indagar lo otro, transgredir.

 

De Quetzalcóatl a Pepsicóatl

No es extraño que en la narrativa mexicana de fin de siglo privilegie el extremo norte del territorio para discutir tanto la influencia de una cultura que siempre parece llegar tarde como la construcción de una nueva identidad. ¿Permanece incólume el espíritu local cuando trabaja doce horas en una maquiladora y descansa los fines de semana en un shopping-mall? ¿En qué medida la frecuentación de lo ajeno borra agravios históricos y obliga a exclamar en espanglés, como un personaje de Luis Humberto Crosthwaite: "Do you remember Juan Escutia?"

En el episodio "De Quetzalcóatl a Pepsicóatl" (Tiempo mexicano), Carlos Fuentes se sirve de la leyenda de la Serpiente Emplumada para indagar la identidad nacional. Quetzalcóatl, el más culto y benigno de los dioses prehispánicos (conocido como Kukulkán en territorio maya), sostuvo una intensa lucha con sus colegas del cielo azteca. Tezcatlipoca, Señor de la Fatalidad, encontró un dispositivo para vencer al dios ilustrado: lo obligó a verse en un espejo. Quetzalcóatl desconocía su aspecto de serpiente emplumada; horrorizado de sí mismo decidió abandonar a su pueblo. Para Fuentes esta imagen funda el desafío de nuestra identidad. Mientras no aceptemos nuestro rostro en el espejo tendremos que seguir huyendo.

Quetzalcóatl prometió regresar por el oriente, y los hombres de barbas, armaduras, calvicie y zapatillas que desembarcaron en Veracruz en 1519 lucían suficientemente exóticos para ser enviados del dios prófugo. Una de las grandes paradojas de la conquista que se inicia como un combate contra la parte rechazada. Octavio Paz ha señalado que el aislamiento cultural de los pueblos prehispánicos era tan extremo que desconocían la idea del Otro, del extranjero con absoluta alteridad social y religiosa. Más sencillo les resulta asimilar una zona adversa de su propia cultura: Quetzalcóatl en busca de su segundo acto.

De La querella de México (1915) de Martín Luis Guzmán al Laberinto de la soledad (1950) de Octavio Paz, el ensayo mexicano intenta construir la identidad nacional y estudia los signos todavía frescos de las gestas de origen (la Independencia, la Revolución). Como en el café turco, la lectura de los restos tiene una función oracular: lo que queda se convierte en profecía. El pasado como explicación del futuro. Las búsquedas de símbolos atávicos, de un Ur-Zeit, tienen un común denominador: bajo las sucesivas máscaras de los aztecas, los españoles y la modernidad existe un rostro verdadero. El presupuesto de la indagación es que hay una identidad unívoca, distinguible, que nos separa del resto de los hombres, un equivalente del "alma rusa" que transmigra de los personajes de Dostoyevski a los de Solzhenitsyn.

En Posdata Paz fue de los primeros en matizar las exploraciones nacionalistas: no hay una ontología nacional, como no hay un Mexicano Ideal, capaz de ser típico para sí mismo.

En la literatura mexicana contemporánea predomina una concepción pulverizada, dispersa, múltiple, híbrida, de la identidad. Resulta ocioso buscar el rostro primigenio e inmutable, al contrario, las diversas máscaras, de Tenochtitlan a Chiapas, de las caretas emplumadas de los Caballeros Águila al pasamontañas del subcomandante Marcos, son identidad.

En nuestro fin de siglo Quetzalcóatl ha dejado de ser un arquetipo para actuar como los replicantes de Blade Runner; puede ser cualquiera de nosotros; sus muchos rostros ya no caben en el espejo humeante de Tezcatlipoca; se reflejan en las pantallas y los hologramas de la realidad virtual; su aspecto depende de las circunstancias que lo informan.

El dios-replicante enfrenta un territorio donde se hablan 56 lenguas indígenas, donde la Iglesia católica es cada vez más activa (en su doble vertiente del clero represor y el clero rebelde) y donde los yuppies creyeron que el Tratado de Libre Comercio era un programa de viajero frecuente al Primer Mundo. Esta multiplicidad produce numerosas identidades, todas ellas mexicanas y todas ellas provisionales.

Como demuestra cualquier matrimonio mexicano en su disputa por la custodia del control remoto del televisor, la cultura extranjera más presente en los hogares es la de Estados Unidos. ¡Bienvenidos al reino de Pepsicóatl!

Luis Humberto Crosthwaite (Tijuana, l962) supo ver el verdadero "encuentro de dos mundos" que ocurrió en l992; mientras las empolvadas academias recordaban cinco siglos de Conquista, Crosthwaite escribía la novela La luna siempre será un amor difícil, donde un soldado de fortuna del siglo XVI llega al México del Tratado de Libre Comercio y termina trabajando en una maquiladora de Tijuana. La metáfora es nítida: el radical encuentro de dos mundos no sólo ocurrió en la Historia lejana sino también ayer, y tiene un escenario primordial: la frontera.

¿Qué pasaportes expide la literatura a las identidades escindidas, dispersas, de la nueva nación mexicana, y con qué visa acepta a los que vienen del otro lado? En un relato excepcional, Marcela y el rey, Crosthwaite recicla un mito norteamericano y lo devuelve de contrabando a Estados Unidos. La leyenda de que Elvis Presley sigue vivo ha provocado toda clase de excesos, desde los concursos de dobles del Rey del Rock & Roll hasta las llamadas a estaciones de radio de quienes creen haberlo visto en la sección de helados de un 7-Eleven a las tres de la madrugada. En el cuento de Crosthwaite el fantasma aparece en Tijuana. Elvis atraviesa por una etapa melancólica, entre otras cosas porque nadie lo reconoce (en todo caso le dicen que se parece un poco al cantante de Love me Tender). Cuando conoce a Marcela, una roquera que canta con intensa autenticidad, recupera el ánimo y decide regresar a Estados Unidos. Pero los fantasmas no usan pasaporte y tiene que hacerlo por la vía ilegal, a la manera de un espalda mojada. En un final de estruendo, el Rey del Rock & Roll es perseguido por los helicópteros de la migra y, bajo los reflectores, se cree en un concierto de Las Vegas. El trágico aislamiento de los célebres adquiere un sesgo aún más dramático: el mito se transforma en un indocumentado.

Zona para redefinir señas de identidad, la frontera también es el escenario del volumen de relatos Embotellado de origen, de Rosina Conde (Tijuana, l954). El título es una irónica interpretación de la vida junto al río Bravo. En una región que se caracteriza por las mezclas y los más barrocos sincretismos, Rosina Conde encuentra una rara prueba de autenticidad: "A Tijuana le decían la Ciudad de los Perfumes, y mucha gente no nada más venía a Tijuana para reventarse, sino para comprar perfumes. Porque había de todo el mundo, y más barato, además de que son embotellados de origen. Porque en San Diego los consiguen pero embotellados en Nueva York." La paradoja de un lugar de paso, donde todas las cosas vienen de lejos, es que lo que allí se consigue es genuino. Las fronteras se desmarcan del país al que pertenecen; las normas se desgastan antes de llegar a esa orilla donde siempre hay otro modo de hacer las cosas.

Una lógica une a los puertos: están construidos hacia afuera, para mirar lo que llega y desaparece. Algo similar ocurre con las fronteras de tierra adentro; estaciones del nomadismo, viven de lo que cruza por sus calles. Sería grotesco preguntar "qué se produce en Tijuana"; ahí los perfumes son mejores porque han encontrado un atajo para llegar intactos desde su origen. El escenario --un enredijo de neón, polvo, locales eternamente provisionales--, puede parecer inverosímil, pero lo que se trafica es genuino, no se somete a las convenciones de las ciudades "fijas".

El paisaje fronterizo es tan mudable que rara vez sobredetermina a sus habitantes. Si la Ciudad de México aplasta con su peso de siglos e impone códigos tan intrincados como las flechas de sus calles, Tijuana tiene la levedad de los campamentos, un espacio donde todo apunta a lo transitorio y la costumbre es algo que se improvisa de hora en hora.

Sin embargo, el margen de libertad que otorga la frontera puede llegar a un extremo perturbador: la pérdida de horizonte. Federico Campbell (Tijuana, l941) explora esta desorientación en el relato "Los Brothers" (incluido en Tijuanenses). Desde su novela Todo lo de las focas, Campbell se interesó por las criaturas anfibias, que comunican dos realidades. En apariencia, la trama de "Los Brothers" no tiene que ver con la frontera: dos tijuanenses se encuentran en la Ciudad de México y visitan las ruinas de Tula. El relato alude a diversas formas de orientación (el método de "reloj" de los pilotos japoneses, un barco en su inevitable ruta de colisión, las patrullas en las carreteras) y deriva su tensión interior de sus muchos niveles de desplazamiento. Después de comprar un souvenir (una cariátide en miniatura), el narrador se extravía en una población miserable donde atropella a un hombre que parece salido de una caverna; acelera para salir del arrabal, quiere vencer el espacio con el movimiento. En vano: la Historia que no lo alcanzó en el bastión de los toltecas lo alcanza en el presente; el "otro" México lo perturba, devolviéndolo a su vida devastada por la soledad, al final donde, en la búsqueda de un último contacto entrañable, mete la mano en el zapato de la mujer que lo abandonó.

¿Qué tiene que ver la trama con el origen de los personajes? El logro de Campbell consiste en transformar a la frontera, de categoría geográfica en categoría psicológica; en cualquier sitio hay una región limítrofe interior, una Tijuana de la mente que nos condena a avanzar sin brújula.

Al igual que Campbell, Daniel Sada (Mexicali, l953) inventa fronteras portátiles. El asombro que suscitan sus escenarios se debe, en buena medida, a que el híbrido de culturas ocurre en pleno despoblado. Lejos de toda pretensión telúrica, Sada transforma al desierto en un improbable escenario de la modernidad; sus vastas extensiones presuponen las ciudades, las huellas que vienen de lejos: en una hondonada se captan señales de la radio, voces perdidas de locutores mexicanos o norteamericanos. Su estrategia es equivalente a la del poeta Fabio Morábito en Lotes baldíos, que define una ciudad por sus huecos. Si en La región más transparente (l958) Fuentes ensayó el fresco de conjunto, la metrópoli como protagonista de la novela, en sus poemas urbanos Fabio Morábito encuentra una zona simbólica, los vacíos donde la ciudad se organiza de otro modo. Algo similar ocurre en los baldíos de Sada: el desierto implica un entorno, allí todo ocurre por excepción, cuando los personajes se ven forzados a cruzar las tierras de nadie.

En gran medida los hombres se explican en el desierto por lo que dejaron fuera. Esto distingue a Sada de la narrativa rural: sus parajes sólo se explican por las carreteras, las ciudades, el lenguaje, la cultura que los circunda. En Registro de causantes, Una de dos o Lampa vida, la apropiación del paisaje campirano revela por inferencia --en su radical vacío-- lo que ocurre en otras partes: como los lotes baldíos de Morábito, los desiertos de Sada son huecos donde la vida moderna opera en ausencia.

Heredero tanto del romance español como del corrido mexicano, Daniel Sada urde historias en métrica y no escatima octosílabos en spanglish para narrar un partido de beisbol: "batazos por todas partes... líneas de jit y jomrones... flais contra el sol engañosos". Su cuento "Cualquier altibajo" (de Registro de causantes) ofrece una original variante del beisbol: el desierto se convierte en una cancha y el juego en un espectáculo curiosamente agrario. La mitología de los peloteros norteamericanos encarna en jugadores que "en lugar de espais calzaban unas botas viboreras para barrerse mejor". Al final del relato la pelota se extravía entre los cactus y el encargado de recogerla decide seguir de frente, hacia otra cancha: la tierra de huizaches donde lo espera su compadre con una botella de sotol.

Un sugerente desafío de la narrativa consiste en determinar la trama a partir de personajes ausentes. Cortázar se refirió a la noción de "figura" para describir los dibujos secretos que constelaban a sus personajes. Con excesiva frecuencia, comprobamos que nuestra suerte se decide por cosas que pasan en sitios donde no estamos. El desierto es una región ideal para trabajar con lo que afecta sin tener presencia. Un caso ejemplar de este procedimiento es el relato "La guitarra", de Jesús Gardea, que narra la obsesión de un pueblo minero. Cuando la guitarra se pierde se genera una tensión fulminante, que parece excesiva hasta que el lector entiende el valor simbólico del objeto perdido: en la soledad de las minas la guitarra cumple una función mediadora, es lo único que sirve para recordar el cuerpo de las mujeres. Al igual que Sada, Gardea potencia en su desierto la vida que quedó fuera, y la intensidad del relato deriva de esa carencia.

La frontera también se desplaza en el tiempo; uno de los mapas más radicales de ese territorio por venir es Cristóbal Nonato, de Carlos Fuentes. Una vez más el autor de Tiempo mexicano vuelve al tema de la identidad, sólo que en este caso se trata de una identidad virtual. l992, el año del V Centenario, es concebido como un futuro lejano en el que por primera vez gobierna la oposición (el conservador Partido de Acción Nacional) y donde se han redefinido los límites de la nación: la impagable deuda externa obligó a regalar el golfo a las Siete Hermanas petroleras y la península de Yucatán al Club Mediterranée. Por si fuera poco, el norte de México y el sur de Estados Unidos se independizan en un tercer país: Mexamérica. En la novela se habla ánglatl, espanglés y angloñol, y lo cómico pacta con el apocalipsis, el carnaval con la tragedia. En este estrambótico "futuro pasado" se celebra un concurso: el primer niño que nazca el l2 de octubre de l992, 500 años después del descubrimiento de América, recibirá las llaves de la ciudad. El nuevo Cristóbal reposa en el vientre de su madre, rumbo a su histórico nacimiento, pero se entera del mundo que lo rodea, la placenta es una burbuja tan informada como una cabina de CNN. En Cristóbal Nonato la fusión y confusión de culturas tiene un tinte simultáneo de nacimiento y fin de mundo; de acuerdo con Adolfo Castañón, se trata de "una profecía acerca de la destrucción de la espiritualidad mexicana y de sus valores intrahistóricos. Una profecía desesperada, nutrida por una pulsión de muerte, guerra, violencia, subversión, amenaza y catástrofe recorre el cuerpo de esta novela donde se reitera una antigua obsesión de Carlos Fuentes: la norteamericanización mexicana como vietnamización de México".

La narrativa ha ofrecido respuestas múltiples a los retos de la frontera norte (la del sur parece disolverse en la semejanza); al margen de toda pretensión documental o antropológica, inventa líneas para que se toquen los extremos, y una vez trazada la demarcación busca modos de transgredirla. También en la narrativa las bardas existen para que la pelota vuele al otro lado.

Pero la noción de fronteras también desempeña un papel dentro de la literatura; hay un correlato singular entre la preocupación por los híbridos culturales de nuestro fin de siglo y la adopción de formas mestizas, de género sin género o, para decirlo con Julio Ramón Ribeyro, de prosas apátridas.

 

La crónica, una frontera interior

Una de las más eficaces combinaciones de la narrativa mexicana se cumple en el uso simultáneo de recursos del periodismo y la literatura. En buena medida la novela ha suplido las carencias de la prensa. Hasta 1968 en las salas de redacción vibraban los télex de todo el mundo, pero el objeto favorito era la goma de borrar; abrumados por la censura y la mojigatería los periodistas descubrieron que su misión profunda era controlar la desinformación. De acuerdo con Carlos Monsiváis, su truco de oficio consiste "no en proporcionar información crítica sino en ocultar su ausencia".

La censura directa se reforzó con el control estatal del papel periódico. En l935 el presidente Lázaro Cárdenas creó el monopolio (PIPSA) que permite chantajear con la materia prima a los insumisos.

El atraso educativo contribuye a explicar la falta de un periodismo crítico. El descubrimiento esencial del coronel José García Valseca, el William Randolph Hearst mexicano, consistió en detectar que nuestros periódicos son para los que no leen. En l972 era dueño de 32 diarios, 36 rotativas en color, 64 en blanco y negro y 23 edificios de periódicos, gracias al apoyo de un público convencido de que el alfabeto es lo que está al pie de las fotos o en los globitos de las caricaturas.

La publicidad ha sido otra forma de manipulación; los reporteros compensan sus salarios de hambre con el 8% de los anuncios de su fuente. Así, el sistema de tráfico de influencia que ha caracterizado los 65 años del partido en el poder recorre las rotativas y las salas de prensa.

El suministro del papel, el analfabetismo y el clientelismo publicitario son los factores sutiles de un sistema de presiones que no ha vacilado en recurrir al asesinato o a los titulares dictados desde la Secretaría de Gobernación, que en forma apropiada se encuentra en Bucareli, a unos metros de los principales diarios.

Cuando las manecillas del Reloj Chino marcan las cinco de la madrugada la avenida Bucareli se llena de ciclistas. ¿Qué noticias llevan en las pilas que transportan con habilidad de funámbulos?

Hasta 1968 no se necesitaba la sagacidad de Noam Chomsky para estudiar nuestra censura, el país en su conjunto era un experimento controlado en supresión de la información. El movimiento estudiantil fue reprimido en la Plaza de las Tres Culturas con una brutalidad que anticipó a Tiananmen; sin embargo la prensa elogió con voz unánime la firmeza del gobierno para impedir la infiltración de "fuerzas extrañas" (el conocido expediente de la conjura comunista, con una nota de realismo mágico: los rusos, no contentos con invadir Checoslovaquia, querían sabotear nuestros Juegos Olímpicos). Una vez más, el diablo venía de fuera y no traía visa.

1968 señala el tránsito del control absoluto de la prensa a espacios progresivamente libres. Ese mismo año Julio Scherer asume la dirección del Excélsior y se convierte en el principal impulsor del periodismo crítico. Su salida del diario en l976, por presiones del gobierno, condenó a su equipo a la dispersión pero tuvo el efecto secundario de abrir otros espacios (los periódicos unomásuno y La Jornada, las revistas Proceso y Vuelta).

El 1 de enero de l994 el Ejército Zapatista de Liberación Nacional inició una revuelta cuyo principal frente de lucha es la comunicación. La inmensa cobertura de los medios y la habilidad verbal del subcomandante Marcos han permitido que se libre la primera guerra virtual de nuestra historia. En l968, cuando la gente de mi edad aprendía la ardua conjugación del verbo "degollar", la disidencia se reprimía con causas inventadas a discreción por los periodistas. Ahora sí se necesita la sagacidad de Chomsky para descubrir encubrimientos, que muchas veces involucran a la prensa mundial; de acuerdo con la investigadora canadiense Joyce Nelson, durante la campaña en favor del Tratado de Libre Comercio (octubre de l990 a diciembre de l993) la compañía Burson Marstellers, especialista en crisis de credibilidad, recibió ocho millones de dólares del gobierno mexicano para mitigar noticias sobre derechos humanos, problemas económicos y distribución de la riqueza provenientes de México.

La verdad ha aumentado sus cuotas en la prensa mexicana gracias a factores que van de la relativa apertura del gobierno a la creciente globalización de las noticias, pasando por las presiones de la sociedad civil y el invento de nuevas tecnologías (el fax no sólo volvió obsoletos a los embajadores sino que permitió que el principal medio de comunicación en los sistemas autoritarios, el rumor, adquiriera rango escrito). De cualquier forma, el periodismo sigue siendo un trabajo de alto riesgo, especialmente en la provincia.

Todo mexicano conoce los tres-temas-que-fomentan-el-silencio: la Virgen de Guadalupe, el Presidente y el Ejército. Sólo en la literatura los tres jinetes negros han mordido el polvo. En l929 Martín Luis Guzmán funde en una trama la sucesión presidencial de 1923 y el asesinato del general Serrano de l927, y ofrece un retrato maestro de la política mexicana, La sombra del caudillo; los sucesos del 68 obtienen su mejor registro en La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska y Los días y los años de Luis González de Alba; el crimen en la alta burguesía y la ineficiencia policiaca son revelados por Vicente Leñero en Asesinato y Ricardo Garibay recrea el infierno entre las doce cuerdas de boxeo en Las glorias del Gran Púas.

Sin embargo, los principales méritos de la crónica no son documentales, como toda escritura creativa escapa a la servidumbre de la realidad. Más allá de su interés contingente (revelar lo que no pudo decirse en la prensa), la literatura sin ficción puede reclamar para sí numerosas rupturas formales. Muchas narices se arrugan ante una renovación "desde abajo", pero no es otra cosa lo que ha ocurrido. En su introducción a la antología El nuevo periodismo Tom Wolfe afirma que la crítica no entendió a los "bárbaros" que llegaban a la pradera de Bellow, Roth y Updike; como futbolistas superados por sorpresa, los académicos gritaron: "¡árbitro, esa jugada es ilegal!" Mezcla de la verdad y del irrenunciable afán de alterarla, la crónica surgió como el género salvaje de fin de siglo .

Toda novedad tienen una larga historia; podemos leer la Biblia como un caso trascendental de nuevo periodismo, la conquista del Nuevo Mundo como la dominación textual lograda por sus cronistas y la obra de Daniel Defoe como la refundación simultánea de la novela (Robinson Crusoe) y la novela sin ficción (El año de la peste). La crónica es el ornitorrinco de la prosa; su simbiosis se remonta a tiempos lejanos y perturba al ocupar nuevos paisajes. El híbrido de literatura y testimonio hizo que los doctores de la letra sintieran un hueco en el estómago, el ornitorrinco nadaba en su alberca.

En la academia el nuevo periodismo tiene un pedigrí incierto y suele ser relegado al club de la neurosis, se trata de "literatura bajo presión", la harina de los desesperados que no paran de fumar y necesitan reunir diez mil palabras para pagar la renta. Mientras tanto, de Norman Mailer a Gabriel García Márquez, de Salman Rushdie a Ryszard Kapuscinki, de Martin Amis a Mario Vargas Llosa, la literatura se renueva al absorber testimonios, entrevistas, noticias, vientos cargados de arena.

¿Qué cambios específicos trajeron los escritores dispuestos a investigar sus historias como reporteros de nota roja? De acuerdo con George Steiner, el primer gesto literario es la mentira, el deseo de corregir la realidad. Criticar el mundo, ofrecer un espacio alterno, son presupuestos del ejercicio literario. La paradoja de A sangre fría, Los ejércitos de la noche, En Patagonia, El emperador y otras narraciones sin ficción es que también asumen el reto de reinventar, desordenar, refutar lo real.

En cierto sentido, la zambullida en los datos y la información compensa y redefine el desarrollo que había tenido la narrativa. Las tentativas más radicales de la prosa en la primera mitad del siglo fueron excepcionales poemas de la conciencia: Ulises, En busca del tiempo perdido, El hombre sin atributos, La muerte de Virgilio, Molloy, Al faro, La conciencia de Zeno. La novela moderna o el triunfo de la subjetividad, la vida de la mente tan apreciada por monsieur Teste. En el congreso "Creatividad, educación y cultura", celebrado en Venecia en l978, Ítalo Calvino reflexionó sobre el esforzado descubrimiento del "yo" en la literatura. En un principio la misma idea de autoría resultaba sospechosa (el escritor recurría al anonimato, al truco del manuscrito "hallado" o al seudónimo); la construcción de la persona-que-narra es un proceso lento; a fines del siglo XIX y principios del XX el narrador omnisciente, demiurgo capaz de duplicar el mundo, cede su sitio al punto de vista único, la tercera persona que representa al lector. El último salto fue el más audaz: llegar al "yo" narrativo significó una severa transformación de la lectura; aceptar una primera persona fingida es una de las grandes conquistas de la imaginación. Calvino trató de desandar esta ruta con mecanismos autónomos, que suprimieran la tiranía del yo y lo forzaran a decir algo inesperado, casi ajeno, convirtiéndolo en su propio autor fantasma. El cansancio de las formas introspectivas llegó después de hallazgos como el flujo de la conciencia de Dujardin, Schnitzler y Joyce, las refutaciones temporales de Faulkner, Broch y Proust, la identidad entre mundo exterior y paranoia de Kafka y Borges. De acuerdo con Nabokov, narrar es una operación intelectual con tal rango de autonomía que la palabra "realidad" sólo puede escribirse entre comillas.

La aventura de la introspección permitió percibir el mundo como un perro (Olaf Stapledon), un seno (Philip Roth) o un océano inteligente (Stanislav Lem). Los límites de esta trayectoria fueron el solipsismo, la música verbal desprovista de sentido y el silencio (alcanzados, por lo demás, en l939 con Finnegans Wake).

Si algo significa el nuevo periodismo es el agitado retorno de la marea de la objetividad. Como un Victor Hugo de la Quinta Avenida, Tom Wolfe argumenta que recuperó para la literatura los Grandes Temas de la política y la historia. Esta consideración le debe más a la sociología que al arte; no hay asuntos "superiores" como no hay una estética de lo sublime (con la misma lógica se podría acusar a la crónica y su relación con la cultura popular de "estética de la bajeza"). El proyecto espacial Mercury no es en sí mismo estupendo; sólo gracias a The Right Stuff sabemos que valía la pena narrarlo, del mismo modo en que sólo gracias a la Odisea sabemos que valía la pena el tema, en apariencia más banal, de un hombre que trata de volver a casa.

La repercusión del nuevo periodismo es más modesta en lo histórico y más profunda en lo literario. Wolfe, Capote, Mailer y el círculo de Granta han vuelto a la exterioridad sin renunciar a los procesos subjetivos; el yo se hundió en la multitud. La crónica conserva la capacidad de interiorización en la figura del testigo principal y asimila testimonios ajenos (la famosa "voz de proscenio" de Tom Wolfe, equivalente moderno del coro griego), reconstruye lo real con un método que le debe tanto a los gossip-writers como a la novela Rashomón: toda historia tiene muchas versiones.

La literatura sin ficción ha ejercido una pedagogía digna del título de los manuales escolares que circulaban en Francia y España a principios del siglo: Lección de cosas.

Por otra parte, ofreció una peculiar respuesta literaria a la cultura de masas. En la era de la imagen, Tom Wolfe abre sus crónicas con un festival de exclamaciones y puntos suspensivos o un párrafo donde la palabra "hernia" aparece ¡¡¡¡¡(((((57 veces)))))!!!!! Si la pintura respondió a la invención de la fotografía con el cubismo, el abstraccionismo y otros recursos ajenos al cuarto oscuro (incluido el hiperrealismo), los juegos tipográficos brindaron una respuesta óptica a la cultura de la imagen. La crónica toma prestados recursos de los medios masivos --montaje cinematográfico, onomatopeyas de los comics, pistas sonoras, voces de testigos como estaciones de radio perdidas en el éter-- pero lo decisivo es que les da un sesgo específicamente literario. La técnica de cut-up de Burroughs le debe mucho a la moviola de edición pero es imposible de adaptar a la pantalla.

Con frecuencia se han exagerado los méritos participativos del nuevo periodismo. Estar en la línea de fuego importa mucho menos que el texto. La reciente discusión sobre la autenticidad de los recuerdos de Jerzy Kosinski durante el nazismo carece de importancia; el cronista puede atestiguar 27 revoluciones en 55 años como Ryszard Kapuscinski, convivir con los hooligans como Bill Buford o viajar con las comodidades de Truman Capote. El sufrimiento y la proporción de lo "verdadero" funcionan como el excipiente en las medicinas, deben estar allí pero como elementos inertes. Conviene recordar el dictum de Oscar Wilde: "la mala poesía siempre es sincera". La verosimilitud, como el color local, debe ser una ilusión literaria.

En otros idiomas el nuevo periodismo se ha concentrado en las zonas de conflicto y en las celebridades. ¡Alabemos ahora a los hombres y los lugares famosos! En América Latina, en cambio, la crónica prefirió darle voz a quienes no la tienen. Vidal puede escribir sobre el clan Kennedy, Mailer sobre Marilyn Monroe, Wolfe sobre Natalie Wood y Amis sobre Madonna con la certeza de que se trata de íconos mundiales. La obsesión rectora de la cultura norteamericana es la celebridad. Cuando O. J. Simpson amenazó con volarse los sesos si la policía se le acercaba las patrullas suspendieron su acoso y lo escoltaron como a un jefe de Estado. En sentido estricto, el astro del futbol americano no apuntaba contra su cerebro sino contra su invisible sustancia de los héroes. Los Ángeles puede aceptar otro suicidio pero no el fin de una leyenda: el rehén de Simpson era su fama. En América Latina ni siquiera Pelé podría lograr un chantaje semejante.

La profecía de Andy Warhol, "en el futuro todo mundo será famoso durante quince minutos", debe rescribirse para el porvenir mexicano, donde lo ideal sería ser impune durante quince minutos. Las cosas más importantes ocurren en el anonimato, el poder se ejerce desde esferas inescrutables y su disputa es un baile de máscaras: los tapados que pueden ser candidatos a la presidencia del Partido Oficial o los rebeldes con pasamontañas en las selvas de Chiapas. Así las cosas, la crónica mexicana se ha concentrado en llevar al centro a figuras periféricas. Cuando Vicente Leñero se enfrenta a la vida del maestro de la radionovela sentimental, Félix B. Caignet, Ricardo Garibay entrevista a Rubén Olivares, excampeón mundial de peso pluma, o Carlos Monsiváis recrea la vida del escritor Salvador Novo, saben que abordan glorias fugitivas, que ya sólo existirán en la crónica.

Quienes crecimos entre la avalancha de la cultura de masas y la cultura del secreto y el confesionario encontramos en la crónica nuestra frontera personal, la fórmula para mezclar lo público y lo privado. Lo que se decía en voz baja, las historias condenadas al olvido o a la vaga supervivencia del rumor encontraron su lugar de residencia. Los ilegales del nuevo periodismo mexicano fijan lo evanescente, desvían los reflectores a personajes y sitios inéditos, invierten los términos de lo verdadero (la única hipótesis descartable: la oficial). En un país sin lectores los cronistas comprueban la urgencia de sus palabras: La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska ya rebasa las cincuenta ediciones y Carlos Monsiváis es una agencia de prensa de un solo hombre.

La censura provocó que los libros se ocuparan de temas proscritos en la prensa, aunque no siempre por tratarse de asuntos "candentes"; la monumental obra de Fernando Benítez, Los indios de México, aborda destinos que ni siquiera merecían la prohibición, simplemente estaban fuera de repertorio; las 56 lenguas indígenas que se hablan en México eran tan desconocidas como el copto o el arameo.

Son muchas las bondades de la crónica pero también conviene delimitar su horizonte, sobre todo cuando se propone hablar por los olvidados, los pueblos sin voz que al fin reciben una gramática de emergencia. Aunque este afán vicario ha dado obras como las de Benítez y muchas veces surge del genuino interés de superar la injusticia, los resultados suelen estar más cerca del autor que de los condenados que pretende redimir. En ocasiones la "oralidad rescatada" es el nombre políticamente correcto del colonialismo intrahistórico. Como en todo, en la crónica hay matices, miradas divergentes, que van del respetuoso oído del amanuense al cinismo del que busca viajar con gasolina prestada. Conviene recordar que en México la ficción ha superado con creces a las grabadoras de los etnólogos. La más exacta representación de un pueblo expulsado de la historia, la insuperada fábula del despojo, es una novela de corte fantástico: Pedro Páramo.

En un país antidemocrático solemos confiar demasiado en las energías surgidas "desde abajo", en el complejo cruce de iniciativas que llamamos "sociedad civil". La crónica registra tanto el espontaneísmo colectivo como los escalones solitarios que llevan a los sótanos del presente. Sus debilidades derivan de aceptar el rutinario favor de las causas "correctas", de someterse a programas, imperativos o agendas ideológicos y su fuerza de renovar, no las noticias de la mañana, sino las posibilidades de la imaginación y del lenguaje.

La crónica o la novela sin ficción dependen de la noción de "frontera", pero sobre todo, del arte de cruzarla. A medida que la mentalidad de fortaleza se arraiga en los territorios que temen a los bárbaros, pocos estímulos pueden ser tan sugerentes como la mezcla de géneros y culturas. El nuevo periodismo ha dotado a la literatura de la ambigua identidad que las road-movies le conferían a México un lugar de escape, el desierto donde los ilegales tienen su oportunidad.

 

 


Juan Vollorio puede ser localizado en: support@zonezero.com