La recuperación del Kitsch

David Lloyd


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Una complicada situación propicia la ridiculización de las culturas nacionales, y más cuando, dominada por vecinos más poderosos, la cultura es todo lo que una nación tiene para afirmarse. Tal situación es la aparentemente inevitable decadencia hacia el kitsch de los iconos de la cultura nacional auténtica. Las imágenes proliferan: torres redondas y sabuesos, arpas y tréboles, la Virgen de Guadalupe y las pirámides mayas, las máscaras aztecas y las serpientes emplumadas. Y las imágenes tienen sus historias, desenterradas y formadas en los proyectos culturales nacionalistas para simbolizar los orígenes primordiales del espíritu de la nación, la raza. Pero mucho antes de su comercialización como señales de un exotismo seguro, exhibidas por nuestras oficinas de turismo, cervecerías y líneas aéreas, la lógica de su estandarización y de su circulación ya estaba incrustada en el proyecto nacionalista.

¿Qué es lo que pretende el nacionalismo cultural? En primer lugar, recuperar para el pueblo una tradición auténtica que, en su primordialidad y continuidad, pueda diferenciar, si no racialmente, sí culturalmente a la nación de aquellos que la rodean o la ocupan. Este acto de recuperación busca arraigar de nuevo las formas culturales que han sobrevivido a la colonización en la historia profunda de un pueblo y oponerlas a las formas híbridas e injertadas que han surgido en la forzada mezcla de culturas que implica la colonización. Es un proyecto arqueológico y genealógico enfocado a la purificación y el refinamiento, a la originalidad y la autenticidad. El hecho de que, como bien sabemos, casi toda la tradición es tradición inventada, es menos significativo que el acto de autodiferenciación resistente que ese proyecto involucra.

Porque, en segundo lugar, es para identificarse con esta diferencia que el nacionalismo cultural llama a sus sujetos prospectivos. En vez de posar como anglos o ingleses bien formados, celebrar nuestras diferencias aun cuando estén marcadas como signos de inferioridad. Transvalorar los valores del colonizador, dejar de someterse a la cultura dominante y sus mercancías, producir y consumir bienes nacionales auténticos. Sobre todo, cultivar el sentimiento de una diferencia que unifica al pueblo en contra del poder colonizador, porque en ese sentimiento de diferencia sobrevive el espíritu de la nación. Es así como el nacionalismo cultural busca reformar las estructuras afectivas de los individuos, emancipando sus afectos de la dependencia y de la inferioridad y guiándolos hacia una independencia fundada en la integridad cultural. Debe hacerlo desplegando artefactos que sean símbolos de la cultura nacional, partes que representen un todo que en ocasiones aún no está constituido: baladas y corridos, mitos, narraciones, poesía, música e indumentaria, murales. Alrededor de ellos, el sentimiento de cultura nacional debe ser forjado en cada individuo.

Para obtener estos fines, los nacionalistas culturales deben desplegar, en el nombre de la tradición misma, las más modernas técnicas de reproducción y difusión. Benedict Anderson ha notado la importancia de la prensa y sus formas comerciales, el periódico y la novela, para el surgimiento del nacionalismo.(1) Podemos extender el rango de la dependencia del nacionalismo hacia la circulación de productos culturales para incluir formas desde la balada callejera, producida y difundida de un modo barato por los músicos itinerantes, hasta la radio, la televisión y el cine. El sentimiento nacionalista es portado por productos cuya circulación cubre todo el territorio nacional. Y si cada rincón de la nación está inundado por esta circulación, así cada individuo debe ser saturado con el mismo sentimiento, sin el cual la uniformidad y la unidad del deseo político popular no pueden ser forjadas. El nacionalismo cultural requiere cierta homogeneización de los afectos, un requisito al que le es más útil la proliferación que la selección, la diseminación de innumerables baladas, artículos periodísticos, símbolos e imágenes virtualmente indistinguibles. De hecho, es indispensable para el proyecto un grado considerable de uniformidad estilística, un simulacro del anonimato de los artefactos "folklóricos": la idiosincrasia sería contraproducente, en tanto que la estilización es esencial.

De ahí la aparente inevitabilidad del descenso de la "auténtica cultura nacional" hacia el kitsch. La mercantilización de ciertos estilos y la reproducción mecánica de formas estandarizadas de afecto que tradicionalmente han sido el sello del kitsch tienen sus contrapartes cercanas en el nacionalismo cultural. Sólo aquí, la reproducción de formas está dirigida menos hacia la homogeneización de la esfera económica que de la esfera política. Este propósito político requiere, sin embargo, la producción de novedades que sean siempre intercambiables y la evocación inmediata, sin problemas, de afectos que sean la identificación de cada individuo con la nación. Por la lógica misma de sus razones de ser, políticas y económicas, los productos del nacionalismo kitsch deben dar la apariencia de ser familiares, en contraste con esa cualidad remota y aurática de las modernas obras de arte. Los sitios que ocupan, en ocasiones ante la consternación de sus críticos tanto políticos como estéticos, son crucialmente domésticos, esos espacios familiares en los que los deseos nacionales son salvaguardados y reproducidos. Como dice Franco Moretti, "el kitsch literalmente 'domestica' la experiencia estética. La trae a la casa, donde se lleva a cabo la mayor parte de la vida cotidiana."(2) La correspondencia con las estrategias del nacionalismo, que intenta saturar la vida cotidiana, es evidente y no deja de estar relacionada con las estrategias de la cultura religiosa. El sagrado corazón y la lámpara votiva luchan por la atención con iconos de 1916 en más de una cocina irlandesa.

Esta conjunción de artefactos religiosos y nacionalistas presenta problemas para el juicio puramente estético. El riguroso castigo al kitsch se basa en la asunción de su impureza o autenticidad, en su degradación de estilos que antes eran integrales, hacia la estilización anacrónica, en su tendencia al exceso neobarroco. El kitsch es manierismo, el sentimiento cuajado en una actitud. Su relación con el fetichismo de mercancías en general radica tanto en su estandarización masiva de afectos como en su aparente desplazamiento de relaciones sociales auténticas. Las superficies brillantes y los colores vivos, la melodía nueva pero extrañamente familiar, parecen condensar la percepción hacia lo sentimental y proporcionar sustitutos fetichísticos en lugar de transustanciaciones estéticas.

Para los críticos del kitsch, el horror funcionalista de la ornamentación de Adolf Loos es fundamental, no simplemente en su reprimenda a la estilización amanerada o a las conjunciones imposibles --ceniceros griegos o cajas de sombreros renacentistas--, sino más enfáticamente en su asunción de que los consumidores del kitsch sufren de un perenne primitivismo de afectos. El kitsch representa un deseo de ornamento y superficie que pertenece al salvajismo y es profundamente antagónico a la distancia estética.(3) A diferencia de, por ejemplo, Marx o Freud, tal teoría del fetichismo aprehende sin ironía la destrucción del aura en las falsificaciones del kitsch como un efecto del subdesarrollo estético del populacho más que como una consecuencia inexorable de las condiciones sociales y económicas de la modernidad. No es el subdesarrollo, sino el fetichismo mercantil, que en sí mismo disuelve el aura en la disponibilidad y particularmente en un lema publicitario, la condición fundamental que enmarca a la circulación del kitsch. Como apunta Adorno, escribiendo sobre la "música mercantil", en el refrán "Especialmente para usted", el fraude es "tan transparente que lo admite cínicamente y transfiere lo especial a ámbitos en los que pierde todo su significado".(4)

Peter John Caraher en su cocina. La cruz Celta fue hecha en Crumlin Road Gaol, Belfast, y el arpa fue hecha en la Prisión Portloise, Armagh del Sur, Norte de Irlanda, 1986. Foto de Mike Abrahams / Network

La crítica del kitsch no sólo equivoca su relación con la modernidad, tanto como la crítica del nacionalismo equivoca con tanta frecuencia la relación de sus aparentes tradicionalismos con la modernidad, sino que igualmente equivoca la relación de ambos con la distancia, histórica o estética. La figura adecuada para el amante del kitsch no es el estereotipo del salvaje sujeto a las impresiones inmediatas que acecha en la burla de Loos, sino el turista. No es por nada que el objeto que viene con frecuencia a la mente es un souvenir, una cruz celta en mármol verde de Connemara o un cenicero decorado con un arpa: el kitsch es la memoria congelada que expresa simultáneamente el deseo imposible de efectuar una relación con una cultura que sólo está disponible en forma de recreación y el fracaso en transmitir el pasado. El kitsch es el doble inseparable de una cultura estética que continúa posando como un sitio de redención para aquellos que están sujetos a las leyes económicas de la modernidad aun en los espacios de recreación que supuestamente los emancipan del trabajo. Es así como la cultura popular se venga de modo indecoroso de la ilusión estética.

Como tal no es menos un vehículo para el sentimiento aun cuando, como en el caso del arte religioso, lo que revela es en parte la imposibilidad de integrar el afecto estético con las fragmentaciones de la modernidad. Las intensidades barrocas de las heridas y del sufrimiento amanerado en el arte religioso y la fascinación con las ruinas y los monumentos del kitsch del turista señalan que tales artefactos se sienten como en casa en el terreno de la alegoría. Apuntan hacia la imposibilidad de lograr la integración orgánica o simbólica de una vida, o de una vida con el arte, o de la religión con la textura de la vida diaria, precisamente por su insistencia en el espacio doméstico. En los gestos mismos que hace hacia la trascendencia, el kitsch conserva el melancólico reconocimiento de la insuperable dislocación entre el deseo y sus objetos. Como lo dice Adorno: "El elemento positivo del kitsch radica en el hecho de que por un momento libera la conciencia apenas vislumbrada de que uno ha desperdiciado su vida." (5)

Pero supongamos que alteramos levemente ese comentario para que diga "por un momento libera la conciencia apenas vislumbrada de que la vida de uno ha sido desperdiciada". Esta reescritura nos acerca más a lo que está involucrado en la resistencia del kitsch al juicio estético, a su paródica relación con las ilusiones redentoras de la alta cultura y, de modo más importante, a cuál es la importancia del kitsch al interior de las culturas migrantes o colonizadas. Los efectos de desarraigo y alienación del capitalismo se sienten más poderosamente en comunidades cuyas historias están determinadas por la dominación, el desplazamiento y la inmigración, comunidades para las cuales las ruinas son los indicios exactos, y no meramente figurativos, de la dislocación viva. Y en ninguna parte es el kitsch, desde la instantánea familiar hasta el icono religioso, más crucial para la articulación simultánea del deseo y la imposibilidad de restaurar y mantener una conexión. El kitsch se convierte, en tales esferas, en la memoria congelada de traumas demasiado íntimos y profundos para ser revividos sin la estilización y la actitud. Especialmente en la comunidad migrante, el kitsch está ya sujeto a las condiciones de inautenticidad que colocan en conflicto a los iconos culturales nacionalistas, y se vuelve doblemente alegórico de una dislocación sin redención posible. El fragmento separado que es transportado literalmente es menos un recuerdo que el representante de procesos de memoria que se han vuelto virtualmente insostenibles. Es al mismo tiempo la metonimia de la transferencia y sus efectos, y un signo de la ambivalente relación del migrante con la nueva y dominante cultura. Verbal, musical o visual, el icono se mantiene como el rechazo a la incorporación, que simultáneamente desafía un rechazo que es en todo caso inevitable. ¿No es acaso la experiencia de casi toda comunidad migrante el estar articulada alrededor de iconos que son despreciados por la cultura de la que provenimos por carecer ya de autenticidad (¡como si sus propios iconos lo fueran!) y por aquella a la que llegamos como vulgar, sentimental, llamativo, como signos de subdesarrollo y asimilación inadecuada? De ahí, sin duda, la importancia y la recurrencia del sentimiento de vergüenza en relación con tales iconos por parte del migrante asimilado de cualquier generación. El surgimiento del juicio estético, si bien sólo como un parámetro regulador, siempre ha sido instrumental en la formación de ciudadanos.

Sin embargo, el kitsch migrante y los iconos de los dominados están marcados por una paradójica discreción, por aquello que omiten decir como función de su cualidad alegórica y de su doble obligación. Su función alegórica es la de apuntar hacia un trauma que no es ni puede ser enteramente reconocido y aceptado. No lo será, ya sea por la cultura desde o la cultura hacia la cual el migrante migra: porque el emigrante es la prueba viviente del fracaso de los estados poscoloniales y por ello es relegado tan rápidamente como se pueda al olvido político y al desprecio cultural; porque el inmigrante debe ser visto en los llamados buenos tiempos económicos, no como el regreso de la mala conciencia del imperialismo, cargado con tanto resentimiento como ambición, sino como alguien que busca el mejoramiento ofrecido por una sociedad cultural y económicamente más dinámica; él debe ser visto en tiempos malos como los actuales como un parásito que busca alimentarse de la vitalidad del estado que él está socavando, más que como uno más de los actores de las mismas circulaciones globales de capital y trabajo que están transformando las relaciones sociales con renovada y maligna intensidad en cada sector y en cada región del mundo.

Centro Cultural Irlandés, San Francisco, 1995. Foto de Ed Kashi

A su vez, el trauma no puede ser enteramente reconocido y aceptado, no más de lo que puede ser olvidado, por el migrante o el dominado, porque el negar ese trauma tiene el efecto de transformar un desastre colectivo en un asunto individual o familiar. En la reconstrucción de la vida, tanto comunitaria como doméstica, el icono funciona como recipiente de la memoria: sirve al mismo tiempo para preservar las continuidades culturales frente a su ruptura y para localizar, por decirlo así, los efectos potencialmente paralizantes del trauma y la anomia. Véase por ejemplo la extrañamente emotiva imagen que hay sobre el bar del Centro Cultural Irlandés en San Francisco, un edificio en el que el kitsch prospera en todos los niveles, desde la arquitectura hasta la música. La imagen, parte de un juego de tableros blancos y negros que incluyen una torre redonda y un mapa de Irlanda, parece representar un barco emigrante. Sin embargo, los millones que se fueron y los miles que murieron de hambre y fiebre en los "barcos-ataúd" están representados solamente por la pareja que ocupa una cubierta que semeja un paseo, y cuya mirada parece estar tendida hacia atrás sobre la patria, o hacia adelante a la tierra que les ha sido prometida por la oficina de turismo. Sean turistas regresando o emigrantes partiendo, hay un peculiar sentimiento de dislocación que flota en medio del ámbito nostálgico, mientras que en la esquina inferior derecha un viejo solitario observa desde un promontorio. No hay una conexión evidente y es imposible saber si el viejo representa al siguiente emigrante o es un símbolo de la reducida pero persistente sociedad campesina de la que, supuestamente, huían los emigrantes. En tal icono, el indecible trauma de la Gran Hambruna y de la emigración masiva durante el siglo siguiente es al mismo tiempo preservado y suprimido.

Sin embargo, ni el más traumático recuerdo es olvidado. Si el kitsch preserva, en su formas congeladas y privatizadas, en general portátiles, los recuerdos de una comunidad que no puede ser del todo un pueblo, ¿no representa también un repertorio que puede, en circunstancias políticas dadas, ser desplegado de nuevo para fines colectivos? En tales casos, las posibilidades políticas derivan precisamente de la disponibilidad del icono, de su constante circulación previa a cualquier recuperación politizante, y de su acumulación en esa circulación de significados y apegos, que van desde un sentido compartido del afecto a un sentido avergonzado de la estigmatización. En la contradictoria gama de sentimientos que se fijan a él, a veces de modo simultáneo, reside el secreto de la repentina movilidad que el icono puede adquirir a pesar de su degradación y devaluación como simple kitsch. Una de estas instancias sería la figura de la Madre Irlanda, una figura generalmente desacreditada por los agentes de la modernidad como un residuo victoriano y atávico de lo celta, y cuya recirculación en las recientes décadas de los Problemas*, sin embargo, la ha transformado en un foco de profunda polémica respecto del significado y definición de las luchas de las mujeres y su relación con el republicanismo y el nacionalismo cultural. Como lo indica el estupendo documental Mother Ireland (Madre Irlanda) del Colectivo de Cine de Derry, es precisamente lo contradictorio de los afectos que se fijan a tales iconos lo que permite su transformación de formas culturales escleróticas a formas dinámicas, formas disponibles para la polémica y la revisión. Algo similar ha ocurrido con la refiguración de iconos culturales como La Malinche y la Virgen de Guadalupe en la literatura y el arte chicano recientes.

Mural en conmemoración de 8 voluntarios del IRA muertos en combate durante la emboscada de Loughal Barracks, en Springhill Estate, Belfast, Irlanda del Norte, 1988. Foto de Laurie Sparham / Network

Es importante enfatizar, y no de un modo denigrante, este hecho de que las fuentes de los iconos así refigurados son con mucha frecuencia exactamente las mismas que han sido recirculadas, mercantilizadas, aparentemente agotadas a base de reproducción y circulación. Nada hay de atávico o regresivo en la política cultural que se reapropia de los iconos largamente denigrados como kitsch vulgar. Por el contrario, lo que tal arte con frecuencia traza es la problemática y en ocasiones irónica interfase entre la fuerza económica, y por ello política y cultural, de la modernidad, y la supervivencia de los espacios alternativos de lo no-moderno. Su significado político radica en la discordante yuxtaposición de motivos que no son tanto tradicionales sino atenuados por la familiaridad, con motivos derivados de las condiciones de la lucha contra la violencia del estado posmoderno. Algunos de los murales más poderosos de Gerry Kelly en West Belfast derivan su iconografía no de los antiguos manuscritos celtas sino del comic celta posMarvel de Jim Fitzpatrick, The Book of Conquests (El Libro de las Conquistas). Como Kelly ha comentado, esto involucró una transferencia muy consciente en el arte que al inicio él pintaba sobre pañuelos durante su estancia en prisión, del kitsch permitido de las culturas mercantiles y religiosas oficiales de Irlanda, a la estilización de la mitología celta:

Se suponía que la prisión debía servir para quebrar a los republicanos. Te quitaban tu dignidad, tu ropa, cualquier cosa que fuera muestra de tu identidad. Se te permitía pintar pañuelos con el Papa, la Virgen María, Mickey Mouse y cosas como esas. Lo censuraban todo. (Después de leer a Fitzpatrick) decidí pintar mitología celta en vez de hacer cosas de Mickey Mouse.(7)

El repertorio de Kelly, parecido al de los muralistas chicanos contemporáneos, proviene de numerosas fuentes, que van desde los murales sandinistas hasta los cartones periodísticos.

Al mismo tiempo, el mural como forma existe in situ y con frecuencia obtiene sus significados exactos de su relación no sólo con una comunidad muy definida sino también con las fuerzas del poder de Estado en contra de las que el mural habla en su vulnerabilidad misma y en su relativa pobreza de recursos materiales. En este sentido, el mural pone en acción un irónico trastocamiento de los modos en que los aparatos de contrainsurgencia del Estado han tratado de producir un simulacro de la "comunidad conocible" no-moderna, donde tanto conocimiento pasa a través de canales íntimos en forma de bancos de datos computarizados que pueden tener acceso al nombre del perro del vecino, o de aparatos de escucha que pueden espiar en la sala de cada casa o captar una conversación en cualquier esquina.

Los efectos de un trabajo como el de Kelly, o el de los muralistas del distrito Mission, no son muy distantes de los efectos del video de Rubén Ortiz titulado Para leer al Macho Mouse, con su extravagante e irónico despliegue de Disney y de mexicanismos mercantilizados. Y tampoco son distantes de sus gorras de beisbol adaptadas, en las que una radical yuxtaposición del sombrero all-American con la apropiación de ese icono dominante por parte del muchacho local está claramente delineada en las modificaciones de los mismos letreros que supuestamente señalan afiliaciones legítimas. Pero en cambio, son portadoras de recuerdos de expropiación, estigma y resistencia: 1492, lo mestizo, Aztlán. Y esos murales no son muy distantes del trabajo de John Kindness, un juego de doble filo con la desaforada convergencia del kitsch tanto de las culturas dominantes como de las no-oficiales: el arpa Ninja o la puerta griega de un taxi. El trabajo de Kindness expresa en esas imágenes el horror con el que Loos observaba los ceniceros griegos o los candelabros góticos en la Viena del fin del siglo XIX, y al hacerlo libera del juicio estético el mismo ingenio y la misma movilidad que permiten a las culturas subordinadas redescubrir en el kitsch un rico repertorio para la resistencia.

 

Notas

1 -Véase Benedict Anderson, Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism (Londres: Verso, 1991).

2 -Véase Franco Moretti, The Way of the World: The Bildungsroman in European Culture (Londres, Verso, 1987), p. 36.

3- Para los escritos de Loos sobre el kitsch, véase Miriam Gusevich, "Decoración y decoro, la crítica de Adolf Loos al Kitsch", New German Critique, 43 (invierno de 1988), pp. 97-123.

4 -Theodor W. Adorno, "Commodity Music Analysed", en Quasi una Fantasia: Essays on Modern Music, traducción de Rodney Livingstone (Londres: Verso, 1992), p. 44. Por supuesto que aquí también he sido inspirado por el famoso ensayo de Walter Benjamin, "The Work of Art in the Age of Mechanical Reproduction", y subsecuentemente tomaré mucho de su magistral Origins of German Tragedy para mis reflexiones sobre el kitsch, la melancolía y la alegoría.

5 -Adorno, "Commodity Music Analysed", p. 50.

6 -Véase, por ejemplo, Cherrie Moraga, "A Long Line of Vendidas" en Loving in the War Years: lo que nunca pasó por sus labios (Boston: South End Press, 1983); Norma Alarcón, "In the Tracks of the Native Woman", Cultural Critique 14; y la obra artística de Yolanda López o Ester Hernández. Estoy en deuda con el ensayo de Laura Pérez "El desorden, Nationalism and Chicana/o Aesthetics", de próxima publicación, por llamar mi atención hacia el trabajo de estas artistas.

7 -Citado por Bill Rolston en "The Writing on the Wall: the Murals of Gerry Kelly", Irish Reporter 2 (1991), p. 15.

 

* En el original, Troubles, palabra con que se designa coloquialmente la situación política en Irlanda del Norte desde el inicio de la intervención británica (nota del traductor).

--Traducción de Juan Arturo Brennan.

 

 


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