Una complicada situación propicia la ridiculización de
las culturas nacionales, y más cuando, dominada por vecinos más
poderosos, la cultura es todo lo que una nación tiene para afirmarse.
Tal situación es la aparentemente inevitable decadencia hacia
el kitsch de los iconos de la cultura nacional auténtica. Las
imágenes proliferan: torres redondas y sabuesos, arpas y tréboles,
la Virgen de Guadalupe y las pirámides mayas, las máscaras
aztecas y las serpientes emplumadas. Y las imágenes tienen sus
historias, desenterradas y formadas en los proyectos culturales nacionalistas
para simbolizar los orígenes primordiales del espíritu
de la nación, la raza. Pero mucho antes de su comercialización
como señales de un exotismo seguro, exhibidas por nuestras oficinas
de turismo, cervecerías y líneas aéreas, la lógica
de su estandarización y de su circulación ya estaba incrustada
en el proyecto nacionalista.
¿Qué es lo que pretende el nacionalismo cultural? En primer
lugar, recuperar para el pueblo una tradición auténtica
que, en su primordialidad y continuidad, pueda diferenciar, si no racialmente,
sí culturalmente a la nación de aquellos que la rodean
o la ocupan. Este acto de recuperación busca arraigar de nuevo
las formas culturales que han sobrevivido a la colonización en
la historia profunda de un pueblo y oponerlas a las formas híbridas
e injertadas que han surgido en la forzada mezcla de culturas que implica
la colonización. Es un proyecto arqueológico y genealógico
enfocado a la purificación y el refinamiento, a la originalidad
y la autenticidad. El hecho de que, como bien sabemos, casi toda la
tradición es tradición inventada, es menos significativo
que el acto de autodiferenciación resistente que ese proyecto
involucra.
Porque, en segundo lugar, es para identificarse con esta diferencia
que el nacionalismo cultural llama a sus sujetos prospectivos. En vez
de posar como anglos o ingleses bien formados, celebrar nuestras diferencias
aun cuando estén marcadas como signos de inferioridad. Transvalorar
los valores del colonizador, dejar de someterse a la cultura dominante
y sus mercancías, producir y consumir bienes nacionales auténticos.
Sobre todo, cultivar el sentimiento de una diferencia que unifica al
pueblo en contra del poder colonizador, porque en ese sentimiento de
diferencia sobrevive el espíritu de la nación. Es así
como el nacionalismo cultural busca reformar las estructuras afectivas
de los individuos, emancipando sus afectos de la dependencia y de la
inferioridad y guiándolos hacia una independencia fundada en
la integridad cultural. Debe hacerlo desplegando artefactos que sean
símbolos de la cultura nacional, partes que representen un todo
que en ocasiones aún no está constituido: baladas y corridos,
mitos, narraciones, poesía, música e indumentaria, murales.
Alrededor de ellos, el sentimiento de cultura nacional debe ser forjado
en cada individuo.
Para obtener estos fines, los nacionalistas culturales deben desplegar,
en el nombre de la tradición misma, las más modernas técnicas
de reproducción y difusión. Benedict Anderson ha notado
la importancia de la prensa y sus formas comerciales, el periódico
y la novela, para el surgimiento del nacionalismo.(1) Podemos extender
el rango de la dependencia del nacionalismo hacia la circulación
de productos culturales para incluir formas desde la balada callejera,
producida y difundida de un modo barato por los músicos itinerantes,
hasta la radio, la televisión y el cine. El sentimiento nacionalista
es portado por productos cuya circulación cubre todo el territorio
nacional. Y si cada rincón de la nación está inundado
por esta circulación, así cada individuo debe ser saturado
con el mismo sentimiento, sin el cual la uniformidad y la unidad del
deseo político popular no pueden ser forjadas. El nacionalismo
cultural requiere cierta homogeneización de los afectos, un requisito
al que le es más útil la proliferación que la selección,
la diseminación de innumerables baladas, artículos periodísticos,
símbolos e imágenes virtualmente indistinguibles. De hecho,
es indispensable para el proyecto un grado considerable de uniformidad
estilística, un simulacro del anonimato de los artefactos "folklóricos":
la idiosincrasia sería contraproducente, en tanto que la estilización
es esencial.
De ahí la aparente inevitabilidad del descenso de la "auténtica
cultura nacional" hacia el kitsch. La mercantilización de ciertos
estilos y la reproducción mecánica de formas estandarizadas
de afecto que tradicionalmente han sido el sello del kitsch tienen sus
contrapartes cercanas en el nacionalismo cultural. Sólo aquí,
la reproducción de formas está dirigida menos hacia la
homogeneización de la esfera económica que de la esfera
política. Este propósito político requiere, sin
embargo, la producción de novedades que sean siempre intercambiables
y la evocación inmediata, sin problemas, de afectos que sean
la identificación de cada individuo con la nación. Por
la lógica misma de sus razones de ser, políticas y económicas,
los productos del nacionalismo kitsch deben dar la apariencia de ser
familiares, en contraste con esa cualidad remota y aurática de
las modernas obras de arte. Los sitios que ocupan, en ocasiones ante
la consternación de sus críticos tanto políticos
como estéticos, son crucialmente domésticos, esos espacios
familiares en los que los deseos nacionales son salvaguardados y reproducidos.
Como dice Franco Moretti, "el kitsch literalmente 'domestica' la experiencia
estética. La trae a la casa, donde se lleva a cabo la mayor parte
de la vida cotidiana."(2) La correspondencia con las estrategias del
nacionalismo, que intenta saturar la vida cotidiana, es evidente y no
deja de estar relacionada con las estrategias de la cultura religiosa.
El sagrado corazón y la lámpara votiva luchan por la atención
con iconos de 1916 en más de una cocina irlandesa.
Esta conjunción de artefactos religiosos y nacionalistas presenta
problemas para el juicio puramente estético. El riguroso castigo
al kitsch se basa en la asunción de su impureza o autenticidad,
en su degradación de estilos que antes eran integrales, hacia
la estilización anacrónica, en su tendencia al exceso
neobarroco. El kitsch es manierismo, el sentimiento cuajado en una actitud.
Su relación con el fetichismo de mercancías en general
radica tanto en su estandarización masiva de afectos como en
su aparente desplazamiento de relaciones sociales auténticas.
Las superficies brillantes y los colores vivos, la melodía nueva
pero extrañamente familiar, parecen condensar la percepción
hacia lo sentimental y proporcionar sustitutos fetichísticos
en lugar de transustanciaciones estéticas.
Para los críticos del kitsch, el horror funcionalista de la
ornamentación de Adolf Loos es fundamental, no simplemente en
su reprimenda a la estilización amanerada o a las conjunciones
imposibles --ceniceros griegos o cajas de sombreros renacentistas--,
sino más enfáticamente en su asunción de que los
consumidores del kitsch sufren de un perenne primitivismo de afectos.
El kitsch representa un deseo de ornamento y superficie que pertenece
al salvajismo y es profundamente antagónico a la distancia estética.(3)
A diferencia de, por ejemplo, Marx o Freud, tal teoría del fetichismo
aprehende sin ironía la destrucción del aura en las falsificaciones
del kitsch como un efecto del subdesarrollo estético del populacho
más que como una consecuencia inexorable de las condiciones sociales
y económicas de la modernidad. No es el subdesarrollo, sino el
fetichismo mercantil, que en sí mismo disuelve el aura en la
disponibilidad y particularmente en un lema publicitario, la condición
fundamental que enmarca a la circulación del kitsch. Como apunta
Adorno, escribiendo sobre la "música mercantil", en el refrán
"Especialmente para usted", el fraude es "tan transparente que lo admite
cínicamente y transfiere lo especial a ámbitos en los
que pierde todo su significado".(4)
Peter John Caraher en su cocina. La cruz Celta fue hecha en Crumlin
Road Gaol, Belfast, y el arpa fue hecha en la Prisión Portloise,
Armagh del Sur, Norte de Irlanda, 1986. Foto de Mike Abrahams
/ Network
La crítica del kitsch no sólo equivoca su relación
con la modernidad, tanto como la crítica del nacionalismo equivoca
con tanta frecuencia la relación de sus aparentes tradicionalismos
con la modernidad, sino que igualmente equivoca la relación de
ambos con la distancia, histórica o estética. La figura
adecuada para el amante del kitsch no es el estereotipo del salvaje
sujeto a las impresiones inmediatas que acecha en la burla de Loos,
sino el turista. No es por nada que el objeto que viene con frecuencia
a la mente es un souvenir, una cruz celta en mármol verde de
Connemara o un cenicero decorado con un arpa: el kitsch es la memoria
congelada que expresa simultáneamente el deseo imposible de efectuar
una relación con una cultura que sólo está disponible
en forma de recreación y el fracaso en transmitir el pasado.
El kitsch es el doble inseparable de una cultura estética que
continúa posando como un sitio de redención para aquellos
que están sujetos a las leyes económicas de la modernidad
aun en los espacios de recreación que supuestamente los emancipan
del trabajo. Es así como la cultura popular se venga de modo
indecoroso de la ilusión estética.
Como tal no es menos un vehículo para el sentimiento aun cuando,
como en el caso del arte religioso, lo que revela es en parte la imposibilidad
de integrar el afecto estético con las fragmentaciones de la
modernidad. Las intensidades barrocas de las heridas y del sufrimiento
amanerado en el arte religioso y la fascinación con las ruinas
y los monumentos del kitsch del turista señalan que tales artefactos
se sienten como en casa en el terreno de la alegoría. Apuntan
hacia la imposibilidad de lograr la integración orgánica
o simbólica de una vida, o de una vida con el arte, o de la religión
con la textura de la vida diaria, precisamente por su insistencia en
el espacio doméstico. En los gestos mismos que hace hacia la
trascendencia, el kitsch conserva el melancólico reconocimiento
de la insuperable dislocación entre el deseo y sus objetos. Como
lo dice Adorno: "El elemento positivo del kitsch radica en el hecho
de que por un momento libera la conciencia apenas vislumbrada de que
uno ha desperdiciado su vida." (5)
Pero supongamos que alteramos levemente ese comentario para que diga
"por un momento libera la conciencia apenas vislumbrada de que la vida
de uno ha sido desperdiciada". Esta reescritura nos acerca más
a lo que está involucrado en la resistencia del kitsch al juicio
estético, a su paródica relación con las ilusiones
redentoras de la alta cultura y, de modo más importante, a cuál
es la importancia del kitsch al interior de las culturas migrantes o
colonizadas. Los efectos de desarraigo y alienación del capitalismo
se sienten más poderosamente en comunidades cuyas historias están
determinadas por la dominación, el desplazamiento y la inmigración,
comunidades para las cuales las ruinas son los indicios exactos, y no
meramente figurativos, de la dislocación viva. Y en ninguna parte
es el kitsch, desde la instantánea familiar hasta el icono religioso,
más crucial para la articulación simultánea del
deseo y la imposibilidad de restaurar y mantener una conexión.
El kitsch se convierte, en tales esferas, en la memoria congelada de
traumas demasiado íntimos y profundos para ser revividos sin
la estilización y la actitud. Especialmente en la comunidad migrante,
el kitsch está ya sujeto a las condiciones de inautenticidad
que colocan en conflicto a los iconos culturales nacionalistas, y se
vuelve doblemente alegórico de una dislocación sin redención
posible. El fragmento separado que es transportado literalmente es menos
un recuerdo que el representante de procesos de memoria que se han vuelto
virtualmente insostenibles. Es al mismo tiempo la metonimia de la transferencia
y sus efectos, y un signo de la ambivalente relación del migrante
con la nueva y dominante cultura. Verbal, musical o visual, el icono
se mantiene como el rechazo a la incorporación, que simultáneamente
desafía un rechazo que es en todo caso inevitable. ¿No es
acaso la experiencia de casi toda comunidad migrante el estar articulada
alrededor de iconos que son despreciados por la cultura de la que provenimos
por carecer ya de autenticidad (¡como si sus propios iconos lo
fueran!) y por aquella a la que llegamos como vulgar, sentimental, llamativo,
como signos de subdesarrollo y asimilación inadecuada? De ahí,
sin duda, la importancia y la recurrencia del sentimiento de vergüenza
en relación con tales iconos por parte del migrante asimilado
de cualquier generación. El surgimiento del juicio estético,
si bien sólo como un parámetro regulador, siempre ha sido
instrumental en la formación de ciudadanos.
Sin embargo, el kitsch migrante y los iconos de los dominados están
marcados por una paradójica discreción, por aquello que
omiten decir como función de su cualidad alegórica y de
su doble obligación. Su función alegórica es la
de apuntar hacia un trauma que no es ni puede ser enteramente reconocido
y aceptado. No lo será, ya sea por la cultura desde o la cultura
hacia la cual el migrante migra: porque el emigrante es la prueba viviente
del fracaso de los estados poscoloniales y por ello es relegado tan
rápidamente como se pueda al olvido político y al desprecio
cultural; porque el inmigrante debe ser visto en los llamados buenos
tiempos económicos, no como el regreso de la mala conciencia
del imperialismo, cargado con tanto resentimiento como ambición,
sino como alguien que busca el mejoramiento ofrecido por una sociedad
cultural y económicamente más dinámica; él
debe ser visto en tiempos malos como los actuales como un parásito
que busca alimentarse de la vitalidad del estado que él está
socavando, más que como uno más de los actores de las
mismas circulaciones globales de capital y trabajo que están
transformando las relaciones sociales con renovada y maligna intensidad
en cada sector y en cada región del mundo.
Centro Cultural Irlandés, San Francisco, 1995. Foto de Ed Kashi
A su vez, el trauma no puede ser enteramente reconocido y aceptado,
no más de lo que puede ser olvidado, por el migrante o el dominado,
porque el negar ese trauma tiene el efecto de transformar un desastre
colectivo en un asunto individual o familiar. En la reconstrucción
de la vida, tanto comunitaria como doméstica, el icono funciona
como recipiente de la memoria: sirve al mismo tiempo para preservar
las continuidades culturales frente a su ruptura y para localizar, por
decirlo así, los efectos potencialmente paralizantes del trauma
y la anomia. Véase por ejemplo la extrañamente emotiva
imagen que hay sobre el bar del Centro Cultural Irlandés en San
Francisco, un edificio en el que el kitsch prospera en todos los niveles,
desde la arquitectura hasta la música. La imagen, parte de un
juego de tableros blancos y negros que incluyen una torre redonda y
un mapa de Irlanda, parece representar un barco emigrante. Sin embargo,
los millones que se fueron y los miles que murieron de hambre y fiebre
en los "barcos-ataúd" están representados solamente por
la pareja que ocupa una cubierta que semeja un paseo, y cuya mirada
parece estar tendida hacia atrás sobre la patria, o hacia adelante
a la tierra que les ha sido prometida por la oficina de turismo. Sean
turistas regresando o emigrantes partiendo, hay un peculiar sentimiento
de dislocación que flota en medio del ámbito nostálgico,
mientras que en la esquina inferior derecha un viejo solitario observa
desde un promontorio. No hay una conexión evidente y es imposible
saber si el viejo representa al siguiente emigrante o es un símbolo
de la reducida pero persistente sociedad campesina de la que, supuestamente,
huían los emigrantes. En tal icono, el indecible trauma de la
Gran Hambruna y de la emigración masiva durante el siglo siguiente
es al mismo tiempo preservado y suprimido.
Sin embargo, ni el más traumático recuerdo es olvidado.
Si el kitsch preserva, en su formas congeladas y privatizadas, en general
portátiles, los recuerdos de una comunidad que no puede ser del
todo un pueblo, ¿no representa también un repertorio que
puede, en circunstancias políticas dadas, ser desplegado de nuevo
para fines colectivos? En tales casos, las posibilidades políticas
derivan precisamente de la disponibilidad del icono, de su constante
circulación previa a cualquier recuperación politizante,
y de su acumulación en esa circulación de significados
y apegos, que van desde un sentido compartido del afecto a un sentido
avergonzado de la estigmatización. En la contradictoria gama
de sentimientos que se fijan a él, a veces de modo simultáneo,
reside el secreto de la repentina movilidad que el icono puede adquirir
a pesar de su degradación y devaluación como simple kitsch.
Una de estas instancias sería la figura de la Madre Irlanda,
una figura generalmente desacreditada por los agentes de la modernidad
como un residuo victoriano y atávico de lo celta, y cuya recirculación
en las recientes décadas de los Problemas*, sin embargo, la ha
transformado en un foco de profunda polémica respecto del significado
y definición de las luchas de las mujeres y su relación
con el republicanismo y el nacionalismo cultural. Como lo indica el
estupendo documental Mother Ireland (Madre Irlanda) del Colectivo de
Cine de Derry, es precisamente lo contradictorio de los afectos que
se fijan a tales iconos lo que permite su transformación de formas
culturales escleróticas a formas dinámicas, formas disponibles
para la polémica y la revisión. Algo similar ha ocurrido
con la refiguración de iconos culturales como La Malinche y la
Virgen de Guadalupe en la literatura y el arte chicano recientes.
Mural en conmemoración de 8 voluntarios del IRA muertos en combate
durante la emboscada de Loughal Barracks, en Springhill Estate,
Belfast, Irlanda del Norte, 1988. Foto de Laurie Sparham / Network
Es importante enfatizar, y no de un modo denigrante, este hecho de
que las fuentes de los iconos así refigurados son con mucha frecuencia
exactamente las mismas que han sido recirculadas, mercantilizadas, aparentemente
agotadas a base de reproducción y circulación. Nada hay
de atávico o regresivo en la política cultural que se
reapropia de los iconos largamente denigrados como kitsch vulgar. Por
el contrario, lo que tal arte con frecuencia traza es la problemática
y en ocasiones irónica interfase entre la fuerza económica,
y por ello política y cultural, de la modernidad, y la supervivencia
de los espacios alternativos de lo no-moderno. Su significado político
radica en la discordante yuxtaposición de motivos que no son
tanto tradicionales sino atenuados por la familiaridad, con motivos
derivados de las condiciones de la lucha contra la violencia del estado
posmoderno. Algunos de los murales más poderosos de Gerry Kelly
en West Belfast derivan su iconografía no de los antiguos manuscritos
celtas sino del comic celta posMarvel de Jim Fitzpatrick, The Book of
Conquests (El Libro de las Conquistas). Como Kelly ha comentado, esto
involucró una transferencia muy consciente en el arte que al
inicio él pintaba sobre pañuelos durante su estancia en
prisión, del kitsch permitido de las culturas mercantiles y religiosas
oficiales de Irlanda, a la estilización de la mitología
celta:
Se suponía que la prisión debía servir para
quebrar a los republicanos. Te quitaban tu dignidad, tu ropa, cualquier
cosa que fuera muestra de tu identidad. Se te permitía pintar
pañuelos con el Papa, la Virgen María, Mickey Mouse
y cosas como esas. Lo censuraban todo. (Después de leer a Fitzpatrick)
decidí pintar mitología celta en vez de hacer cosas
de Mickey Mouse.(7)
El repertorio de Kelly, parecido al de los muralistas chicanos contemporáneos,
proviene de numerosas fuentes, que van desde los murales sandinistas
hasta los cartones periodísticos.
Al mismo tiempo, el mural como forma existe in situ y con frecuencia
obtiene sus significados exactos de su relación no sólo
con una comunidad muy definida sino también con las fuerzas del
poder de Estado en contra de las que el mural habla en su vulnerabilidad
misma y en su relativa pobreza de recursos materiales. En este sentido,
el mural pone en acción un irónico trastocamiento de los
modos en que los aparatos de contrainsurgencia del Estado han tratado
de producir un simulacro de la "comunidad conocible" no-moderna, donde
tanto conocimiento pasa a través de canales íntimos en
forma de bancos de datos computarizados que pueden tener acceso al nombre
del perro del vecino, o de aparatos de escucha que pueden espiar en
la sala de cada casa o captar una conversación en cualquier esquina.
Los efectos de un trabajo como el de Kelly, o el de los muralistas
del distrito Mission, no son muy distantes de los efectos del video
de Rubén Ortiz titulado Para leer al Macho Mouse, con su extravagante
e irónico despliegue de Disney y de mexicanismos mercantilizados.
Y tampoco son distantes de sus gorras de beisbol adaptadas, en las que
una radical yuxtaposición del sombrero all-American con la apropiación
de ese icono dominante por parte del muchacho local está claramente
delineada en las modificaciones de los mismos letreros que supuestamente
señalan afiliaciones legítimas. Pero en cambio, son portadoras
de recuerdos de expropiación, estigma y resistencia: 1492, lo
mestizo, Aztlán. Y esos murales no son muy distantes del trabajo
de John Kindness, un juego de doble filo con la desaforada convergencia
del kitsch tanto de las culturas dominantes como de las no-oficiales:
el arpa Ninja o la puerta griega de un taxi. El trabajo de Kindness
expresa en esas imágenes el horror con el que Loos observaba
los ceniceros griegos o los candelabros góticos en la Viena del
fin del siglo XIX, y al hacerlo libera del juicio estético el
mismo ingenio y la misma movilidad que permiten a las culturas subordinadas
redescubrir en el kitsch un rico repertorio para la resistencia.
Notas
1 -Véase Benedict Anderson, Imagined Communities: Reflections
on the Origin and Spread of Nationalism (Londres: Verso, 1991).
2 -Véase Franco Moretti, The Way of the World: The Bildungsroman
in European Culture (Londres, Verso, 1987), p. 36.
3- Para los escritos de Loos sobre el kitsch, véase Miriam Gusevich,
"Decoración y decoro, la crítica de Adolf Loos al Kitsch",
New German Critique, 43 (invierno de 1988), pp. 97-123.
4 -Theodor W. Adorno, "Commodity Music Analysed", en Quasi una Fantasia:
Essays on Modern Music, traducción de Rodney Livingstone (Londres:
Verso, 1992), p. 44. Por supuesto que aquí también he
sido inspirado por el famoso ensayo de Walter Benjamin, "The Work of
Art in the Age of Mechanical Reproduction", y subsecuentemente tomaré
mucho de su magistral Origins of German Tragedy para mis reflexiones
sobre el kitsch, la melancolía y la alegoría.
5 -Adorno, "Commodity Music Analysed", p. 50.
6 -Véase, por ejemplo, Cherrie Moraga, "A Long Line of Vendidas"
en Loving in the War Years: lo que nunca pasó por sus labios
(Boston: South End Press, 1983); Norma Alarcón, "In the Tracks
of the Native Woman", Cultural Critique 14; y la obra artística
de Yolanda López o Ester Hernández. Estoy en deuda con
el ensayo de Laura Pérez "El desorden, Nationalism and Chicana/o
Aesthetics", de próxima publicación, por llamar mi atención
hacia el trabajo de estas artistas.
7 -Citado por Bill Rolston en "The Writing on the Wall: the Murals
of Gerry Kelly", Irish Reporter 2 (1991), p. 15.
* En el original, Troubles, palabra con que se designa coloquialmente
la situación política en Irlanda del Norte desde el inicio
de la intervención británica (nota del traductor).
--Traducción de Juan Arturo Brennan.
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